PALABRERÍA
Cuento del ébola
Pau Arenós
Coordinador del canal Cata Mayor
Periodista y escritor, con una quincena de libros publicados, entre ellos, novelas y cuentos, y media docena de premios, como el Nacional de Gastronomía. Ha estado al cargo de las revistas 'Dominical' y 'On Barcelona'. Entre las últimas publicaciones, 'Nadar con atunes y otras aventuras gastronómicas que no siempre salen bien' y 'San Elvis, ruega por nosotros. Crónicas de un tiempo irreverente'
PAU ARENÓS
Protocolo. Se llevaron a un vecino sospechoso de tener ébola. El hombre es enfermero y trabaja en una unidad especializada. Dijeron que no sería nada, que lo ingresaban por protocolo. Protocolo, qué palabra más fea y áspera. Protocolo es sinónimo de excusa.
Buzón. "Probablemente no sea nada. Ustedes tranquilos". Más o menos es lo que decía –aunque con la apatía del lenguaje administrativo–, la nota que nos dejaron en los buzones, firmada por la autoridad sanitaria. ¿Aguantó la respiración el repartidor hasta terminar el buzoneo o iba vestido con un traje de astronauta doméstico?
Sangre. Cuando leí el papel con membrete oficial, me puse pálida. Nadie hubiera podido distinguir mi rostro de la carta. Era como si el propio documento contagiase. La carta escupió sangre.
Mascarilla. Telefoneé a mi marido y se lo conté. Lo primero que decidimos –imposible estar calmados, con la cabeza clara– era que había que sacar al niño del bloque. Intenté seguir con mi vida normal, trabajo en casa, soy contable de varias pequeñas empresas. Necesitaba seguir la rutina diaria, visitar clientes, hacer unas compras. ¿Y si me convertía en involuntaria transmisora de la epidemia? ¿Y si por un inoportuno estornudo actuaba como ventilador en una panadería o en el súper o ante uno de mis contratantes? Nunca me perdonaría que el virus saltase de mi boca como una pulga e infectase a conocidos y desconocidos. Pensé en ir a la farmacia para comprar una mascarilla, pero ¿no hubiera sido peor, una autodelación? Cuando veo a orientales con tapabocas, los evito por temor.
Invisible. He compartido muchas veces el ascensor con el enfermero. Es un hombre agradable, nuestra conversación es de tiempo limitado: dos pisos. ¿Estará infectado el ascensor? ¿Las partículas flotarán en el aire como una amenaza invisible, envolviéndonos? Será mejor que baje a pie, aunque siento que las paredes están enfermas, que supuran el mal. Supongo que el ministerio enviará a un equipo de desinfección. Los imagino como a los que controlan plagas, con sus monos y sus mochilas y esas largas boquillas por la que sale la aspersión.
Sugestión. ¿Cuándo se manifiestan los síntomas? ¿Tengo la frente caliente? Me duele el estómago. ¿Son auténticas alertas? ¿Es sugestión o el principio de la enfermedad?
Ébola. He telefoneado a mi hermana y se lo he contado. No quería que se enterase por la tele. Ha querido saber cuánto tiempo hacía que había visto al enfermero. ¿Dos, tres días? Le he pedido que fuese a buscar a mi hijo y que se quedase un tiempo en su casa, hasta que todo estuviese más claro. Me ha dicho que no, que no quería exponer a los suyos, que no era seguro, que lo sentía, que lo mejor era que mi hijo estuviera conmigo y con su padre porque era irresponsable exponerse sin razón al ébola. Por el bien de la familia.
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