Análisis
Un cuento de Casamance
Después de tantos años, sorprende que siga tan vivo un mito que engaña y defrauda a miles de ciudadanos
Jordi Mercader
Periodista.
JORDI MERCADER
Ziguinchor es la ciudad del río Casamance, el que da nombre al territorio del sur del Senegal. Allí el agua es la ley y la vida, encauzada en su curso ancho y paciente. También en aquella tierra hay un movimiento independentista, denominado Movimiento de Fuerzas Democráticas de Casamance. Muy diferente del nuestro. El MFDC se ha levantado en armas en diversas ocasiones contra Dakar, la capital de Senegal, dominada por las gentes del norte del país y su Ejército.
El otro día, el subconsciente me mandó recado al recordarme una conversación nocturna mantenida junto al río en una noche de calor insoportable, buena música y una luna llena de libro que permitía vernos las caras con nuestros anfitriones. De eso hace algunos años, cuando las abandonadas garitas de control de la guerrilla de liberación se mantenían todavía en pie por todos los caminos de la región; hacia muy poco que había cesado el fuego y aquellos tipos altos y fornidos del norte patrullaban la ciudad de los diola y protegían subfusil en mano a los visitantes. El tema no se tocó hasta el último instante. ¿Por qué las armas? No había otro remedio, dijeron escuetamente. Nuestra expresión escéptica convencería a uno de ellos de la conveniencia de contarnos un viejo cuento del país.
Cómo cruzar el río
Érase una vez, hace cientos de años, un rico comerciante del norte pretendía cruzar el Casamance para abrir su negocio en la orilla sur. Permanecía inmóvil junto al cauce del agua, con su comitiva de esclavos cargados de fardos. Se le acercó uno del lugar para interesarse por si quería cruzar el río. "No tardará en llegar la barcaza, señor, aunque si tiene prisa, no lejos de aquí se puede cruzar con agua hasta la cintura, con cuidado". El otro negó con la cabeza: "No voy a pagar por utilizar una barca ni quiero perder el tiempo discutiendo con un sucio barquero; ni mucho menos voy a correr el riesgo de que la corriente se me lleve a mí y a mis pertrechos. Voy a esperar aquí hasta que las aguas se abran y pueda cruzar caminando". El buen hombre no supo qué decirle; simplemente se fue, dejando al extraño esperando el milagro.
Nos reímos educadamente a pesar de la simpleza del relato; la providencia está muy ocupada para atender a los caprichos de los ricos. Pero el narrador no había acabado. "Nosotros --afirmó-- no tuvimos más opción que cruzar el río a nado, con cuidado de no mojar las armas; de no haberlo hecho, todavía estaríamos en la orilla, petrificados. Aunque, naturalmente, quedamos empapados".
Después de tantos años, sorprende que siga tan vivo el mito que engaña y defrauda a miles de ciudadanos con la esperanza de que las aguas se abran dócilmente para que quienes no quieren utilizar la barcaza de la negociación constitucional, ni tampoco sumergirse en las peligrosas aguas de la insurgencia verdadera, corriendo el riesgo de ser llevados por la corriente, puedan cruzar el río de la secesión, sin más. Los milagros no existen, la estatua de piedra del comerciante senegalés lo probaría, de ser cierto el cuento.
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