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Cuba, una fascinante contradicción

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DAVID TRUEBA

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Hace algunas semanas, con esa nostalgia sobrevenida que les entra a los jóvenes, mi hija andaba repasando los álbumes de fotos. Al encontrarse con toda una serie que me mostraba discutiendo frente a Fidel Castro en un saloncito reservado de La Habana, me preguntó, asombrada: “Pero ¿tú conoces a Fidel Castro?”. En esos días, el viejo Fidel había retomado la actualidad con la grata noticia de que el presidente Obama había llegado a un pacto para reiniciar las relaciones con el Gobierno cubano y poner fin al bloqueo contra la isla, decretado desde el alineamiento de la revolución castrista con el comunismo. En un tiempo en el que de manera natural los líderes democráticos se retratan y se muestran sumisos ante China, resultaba algo hipócrita que siguieran castigando a la isla por su régimen dictatorial. El cinismo geoestratégico tiene unos límites. Recordé yo también entonces mi encuentro con Fidel a finales de los años 90, durante una recepción del festival de cine de La Habana.

De una manera azarosa fuimos introducidos en una salita donde apareció Fidel Castro y, por culpa de un intercambio de saludos donde yo, como suele ser habitual en mí, fui incapaz de morderme la lengua, acabamos debatiendo dos horas, de pie, de tú a tú, con una intensidad sorprendente que él remarcaba clavándome el dedo índice en el hombro. Por más que los tipos de seguridad se pegaban a mi espalda para silenciarme y algunos acólitos alrededor trataban de hacerme ver el privilegio de que el comandante se detuviera a discutir conmigo, a mí me parecía imprescindible defender la democracia española frente a una cierta soberbia de Castro contra el entonces presidente Aznar. Nadie más lejos de mi admiración política, pero traté de hacerle ver a Fidel que la crítica política solo puede formularse desde la libertad. Tal absurda conversación, donde resultó imposible que uno convenciera al otro, desembocó en una rememoración del líder cubano de sus años en la Sierra Maestra, las buenas relaciones con el rey Juan Carlos, su absoluta seguridad en que no había disidencia castigada en la isla sino tan solo terrorismo financiado por la CIA. Su loción de teñido de pelo junto a una mirada fantasiosa que me recordaba a mi anciano padre me mantuvieron atento.

Cuatro años después, Carles Bosch y Pepe Doménech me embarcaron en su documental 'Balseros' como guionista y coproductor y sumé a mis visitas a la isla un conocimiento más cercano del drama del exilio y la migración forzosa que muchos cubanos asumieron desde el triunfo de la revolución. Traté de eliminar prejuicios en todo el tratamiento del asunto y creo que me fue muy valioso aquel encuentro anterior con Fidel y mi habitual falta de mitomanía. Otros cuatro años después, casi como en una escalera vital, participé junto a García Márquez, ya también perdiendo sus facultades mentales, en unas clases de cine en la escuela de San Antonio de los Baños y allí reafirmé mis impresiones sobre casi todo lo que rodea a la esencia cubana, ese magma de contradicciones que va desde una dictadura represiva y la mentira aceptada, hasta la explosión artística evidente. Mi admiración por la cubanidad no dejó de crecer, sobre todo tras tratar a muchas personas extraordinarias, entre las que destacaría al escritor Cabrera Infante y al músico Bebo Valdés, ambos víctimas de la dictadura. No hay un único análisis para lo ocurrido en todos estos años, pero el paso dado hacia la normalización de relaciones quizá ayude a romper la fascinante a la par que dolorosa petrificación del país. La admiración hacia su gente no se difuminará jamás, pese a que los manejos ideológicos lo devoran todo.