Los SÁBADOS, CIENCIA

Cuatro prodigios para un milagro

El violín Goldman resume el genio individual que florece en los resquicios de libertad creativa

JORGE WAGENSBERG

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Primer prodigio: Cremona (Italia), 1717. Antonio Stradivari da por terminado un violín que con el tiempo recibiría el nombre de Goldman. Su sonido, luminoso y brillante, no es de este mundo. Solo los instrumentos de Giuseppe Guarneri, de la misma época y lugar, son comparables. Durante los últimos tres siglos estas maravillas han ido pasando de virtuoso en virtuoso. Quizá sea un mito o pura sugestión, pero todavía hoy los grandes solistas se resisten a usar violines de otros lutieres. La tecnología más avanzada tampoco ha logrado grabar aún el canto de un stradivarius con todos los matices íntegros de su sonido en vivo.

Segundo prodigio: Köthen (Alemania), 1720 circa. Johannes Sebastian Bach compone la obra cumbre para violín solo. Es la Chacona de la Partita número 2. Pocos compositores se han atrevido después a escribir para violín solo. La pieza es compleja, fluida, tensa, profunda, misteriosa, con picos de euforia elevándose por encima de un fondo de nostalgia, algebraicamente perfecta. Uno tiene la sensación de que una nota más sobraría y que una menos faltaría. Se necesita mucha técnica para hacer brotar su rica polifonía de un instrumento de cuatro cuerdas. Es la envidia del resto de instrumentos de la orquesta y quizá por ello ha sido transcrita para piano (Busoni), guitarra (Segovia), fagot (Weisberg), piano y violín (Schuman), piano mano izquierda (Brahms), órgano (Landman), marimba (Reva Kite)… o para la orquesta entera (Stokowski). Pero la Chacona necesita un violín, un violín solo y solo un violín solo, para alcanzar todo su esplendor. Se dice que Bach compuso esta obra conmovido por la muerte de su primera mujer. No hay gran violinista que no haya dedicado parte de su propia historia a dominar esta obra de la cima de la creatividad humana.

Tercer prodigio: San Petersburgo (Rusia), 1868. Leopoldo Auer crea escuela en el conservatorio de la ciudad. Sus clases de violín entran poco a poco en la leyenda y dividen la historia de la interpretación de este instrumento en dos partes. Antes de Auer se podía tocar muy bien, pero su escuela eclosiona con toda una generación de violinistas, algunos de los cuales, y cada uno a su manera, rozan la perfección: Misha Elman, Jascha Heifetz, Nathan Milstein, Efrem Zimbalist, Tosha Seidel… El primer discípulo de Auer que deslumbró al público norteamericano fue Misha Elman en el Carnegie Hall en 1908. Sin embargo, la escuela no deja de evolucionar y se puede apreciar cierta diferencia entre sus primeros y los últimos. La perfección es perfeccionable. En el año 1917 llega Jascha Heifetz al mismo escenario para dar un concierto que hace historia y del que se habla durante décadas. A la velada había acudido Misha Elman con el pianista Leopold Godowski. Su curiosidad es grande por el aura que precede a un virtuoso de tan solo 17 años. Cuando todavía resuena en la sala la última nota de Heifetz, Elman se afloja la corbata y comenta a su vecino de la izquierda: «Hace mucho calor aquí, ¿no?». A lo que desde el asiento de la derecha el amigo replica: «¡No para los pianistas!» Allí, a aquella fábrica de mitos, llega en 1913 Nathan Milstein, un niño nacido en Odesa en 1903. Es el cuarto prodigio.

El milagro: Estocolmo, Auditorio Berwaldhallen, atardecer del 17 de julio de 1986. Nathan Milstein se dispone a dar el último recital de su larga carrera (poco después se rompería la mano en una caída). Ha elegido la Chacona de Bach, su barbilla sostiene el stradivarius Goldman -que ha rebautizado como Maria Teresa en honor de su hija-, sus músculos, sus tendones y articulaciones no han dejado de educarse desde los días del maestro de maestros Auer y él mismo no ha dejado nunca de innovar: a sus 83 años está en plena forma física e intelectual y hoy va a probar una digitación nueva para asegurar la exactitud y claridad del dedo índice de su mano izquierda. El milagro ha durado 13 minutos y 5 segundos. Algunos de los presentes ni siquiera aplauden porque levitan por encima del patio de butacas.

El instrumento-joya se construye en la Italia católica, la partitura cumbre se escribe en la Alemania luterana, el artista virtuoso se forma en la escuela judeo-rusa de la nación ortodoxa de los zares y madura en unos Estados Unidos con las puertas abiertas para cualquier genio que quiera contribuir a una nueva atmósfera. El episodio de Estocolmo no se lo apunta ningún colectivo: no tiene una bandera que ondear ni un altar donde exhibirse. Stradivari, Bach, Auer y Milstein son mentes individuales que florecen en los resquicios de libertad creativa que deja la historia para reunirse de repente, en otro momento de la historia, en una colisión milagrosa.