La clave

Racismo de baja intensidad

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JUANCHO DUMALL

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Este diario informaba el martes y el miércoles de cuatro casos de abominable xenofobia. Fátima Taleb, concejala de Badalona, denunciaba haber sido insultada y escupida en la calle por su condición de musulmana. Bouchra Ibrahimi relataba sus dificultades para poder alquilar un piso en Santa María de Palautordera cuando daba su nombre, marroquí, o se presentaba tocada con un velo. Rebiha Abbassi tampoco encuentra vivienda en Sant Celoni. Le dicen que "la gente mayor no quiere alquilar a personas extranjeras". Tehja Genard, catalana de origen indio, fue insultada en un tren ( le dijeron "puta negra", "de una clase muy inferior a la nuestra, los blancos") por menores de un colegio concertado de Sant Cugat.

Cuatro denuncias como cuatro cañonazos aquí, a nuestro lado. No en la América de Trump, ni en las fronteras de los Balcanes, junto a los campos de refugiados. Cuatro casos de los que algunos consideran, por desgracia, racismo de baja intensidad, un grado de xenofobia con el que convivimos sin mayores aspavientos, pero que es el caldo de cultivo para muchas injusticias. Esa xenofobia de andar por casa que hace llevadero ver tirar un plátano en un estadio a un futbolista negro. 

Sería injusto achacar a la mayoría de la población comportamientos racistas, pero sí debemos ser conscientes de que no vivimos en una sociedad tan respetuosa como a veces presumimos. En el año 2015 los Mossos d'Esquadra registraron 292 denuncias por delitos de odio y discriminación. Dados los lógicos recelos de muchas víctimas a hacer públicos este tipo de ataques, hemos de sospechar que las agresiones por causa de la raza o la religión son mucho más numerosas.

TOLERANCIA CERO

El colegio de Sant Cugat al que pertenecían los chicos que insultaron a Tehja Genard ha anunciado medidas contra los autores de la agresión verbal, quienes, por cierto, admitieron la culpa ante el director del centro. Ese es el camino. La tolerancia debe ser cero ante ataques y discriminaciones de raíz xenófoba. Indignarse con Trump y estremecerse con las imágenes de los refugiados en el Mediterráneo no es suficiente.