La rueda

Cuando el ruido es dolor

JULI CAPELLA

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El silencio no existe. Así lo comprobó el artista John Cage cuando se encerró en una cámara anecoica, sin eco, totalmente aislada. Se quedó sobresaltado por los latidos de su corazón y el crujir de sus neuronas. Vivimos, pues, expuestos de por vida a todo tipo de sonidos, y buscamos un equilibrio entre el placer sonoro y el horror del ruido. En la atribulada ciudad el tema se agrava. Aunque en el bucólico campo también nos sobresalte el chirrido intempestivo de ciertas aves o el trajín de tractores madrugadores.

Sabemos que Barcelona es una ciudad muy ruidosa y el tema empeora paulatinamente, digan lo que digan los estudios con mapas sonoros. Y si además vives en Ciutat Vella o Gràcia, aún es peor. Si por un azar -bastante probable, pues ya hay más de 6.000- te toca vivir enfrente de una terraza, te olvidas en seguida de las estadísticas. Eres víctima el 100%. Puede ocurrir que el piso de arriba sea un apartamento turístico, en cuyo caso vas a vivir con el temor de si esta noche vas a poder dormir, o tampoco. Para el que no lo sufre, esta angustia resulta una exageración. Recuerdo una concejala de Ciutat Vella (que por cierto vivía en Sarrià) que ante las quejas por ruidos de los vecinos del Born los trataba de «pijos mal follados». Probablemente con tanto ruido no apetezca tanto.

Uno mismo de joven considera que el volumen de su música, siempre deliciosa, y que su desarreglada agenda nocturna no molestan a nadie. Pero cuando en algún momento te toca sufrirlo descubres un dolor que acaba perjudicando gravemente el equilibrio personal. No es una broma. Acceder a un siempre relativo silencio, preservar un umbral bajo de ruido, es un derecho, como el aire no contaminado, que una ciudad civilizada como Barcelona debe preservar para sus ciudadanos. Y sus visitantes deben apreciarlo y adaptarse. En su país no les dejan chillar tanto.