La corrupción de la democracia
Que Bárcenas se haya reído del Parlamento y sus señorías lo hayan asumido mansamente solo puede sumirnos en la desesperanza
Carlos Elordi
Periodista
CARLOS ELORDI
La que está corrompida, y mucho, es nuestra democracia. Que las declaraciones del comisario <strong>Villarejo</strong> no hayan alterado lo más mínimo el quehacer de los políticos, que nadie haya exigido airado que se investigue ya mismo cuánto de verdad hay en ellas, confirma que hay algo más grave que los desmanes en las cloacas del Estado: la aceptación de su existencia. Y que al día siguiente <strong>Luis Bárcenas</strong> se haya reído del Parlamento y sus señorías lo hayan asumido mansamente, porque el reglamento se lo permite, solo puede sumirnos en la desesperanza.
Más allá de que haya mentido o no, lo que vino a decir el comisario de marras es que en España ha existido, y no hay razón para pensar que haya dejado de existir, algo muy parecido a una policía política, que sirve a los intereses políticos del Gobierno del que depende, y que no repara en utilizar instrumentos ilegales, entre ellos la coacción, el chantaje, y quién sabe si hasta la violencia, para atender a esos fines.
Y no vale argumentar que eso pasa en todas partes. Primero, porque no es verdad. Una cosa es que los servicios de seguridad cometan barbaridades por malentendidas "razones de Estado" y otra que sirvan a intereses políticos del partido que gobierna. Y lo que apunta Villarejo va de esto último. Segundo, porque cuando en Francia, en Alemania o en el Reino Unido han salido a la luz pública indicios claros de esas prácticas, el Estado ha reaccionado con fuerza, castigando a sus responsables. Aquí eso solo ha ocurrido una vez, con los GAL. Y parece que nadie quiere repetir esa experiencia.
LAS MANIOBRAS DEL EXTESORERO
Lo de Luis Bárcenas es tan grave como lo anterior, aunque en otro orden de cosas. En una sola sesión, justamente la primera, ha dejado reducida casi a nada la potencialidad de la comisión de investigación sobre la financiación irregular del PP, que la oposición había venido vendiendo como un logro democrático de primer orden. En un país en el que la justicia funcionara con un mínimo de eficacia, un personaje como el extesorero del PP llevaría años condenado y en silencio. Aquí sigue maniobrando con toda libertad para salvar su fortuna, reducir cuanto pueda su condena y eximir a su partido de los gravísimos delitos que él mismo denunció. Y encima con recochineo.
Y no pasa nada. No salta ningún resorte automático destinado a impedir esos desmanes que son la negación misma de cualquier práctica democrática. Todo está muy atado para que eso no ocurra. Y no por culpa de la Constitución del 78, sino de los instrumentos legales que desde entonces los gobiernos han ido promulgando para blindarse en el poder.
Con esas armas en la mano, el PP transmite el mensaje de que ya ha pagado bastante por la corrupción. Que ha llegado la hora de hacer tabla rasa y empezar de cero. Su estrategia consiste en presentar los juicios que aún penden sobre las cabezas de decenas de sus dirigentes -y el testimonio de Rajoy ante la Audiencia Nacional- como cosas del pasado que en nada van a influir en el presente. ¿Cabe todavía esperar que no lo consiga?
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