MIRADOR

La Constitución y sus enemigos

JOAQUIM COLL

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Pese a la pereza o al cansancio que el tema a muchos ya nos suscita, hoy es obligatorio hablar de nuestra ley fundamental. Pereza porque, en el fondo, no deja de ser el debate del día a día  en Catalunya. Cansancio porque hace años que estamos atrapados en un laberinto que parece no tener salida ni para unos ni para otros. En 2008, el entonces presidente del Consejo de Estado, Francisco Rubio Llorente, señalaba en un extenso artículo, Los retos de los hijos de la Constitución (El País), la doble obligación que tenemos aquellos que por razones de edad no pudimos votarla: defenderla frente a sus enemigos, y exigir también las reformas necesarias para corregir los defectos que su práctica ha puesto de manifiesto desde 1978.

Pero defender la Constitución hace cinco años era mucho más fácil que ahora, pues el enemigo de entonces era ETA, que pocos días antes del 6 de diciembre de ese año había asesinado al empresario vasco Ignacio Uría Mendizábal. Afortunadamente, la organización terrorista ha sido derrotada y, en la práctica, ha desaparecido. Hoy, en cambio, defender nuestra ley fundamental es más complicado. Por un lado, la estrategia de ERC y la ANC, en la que Artur Mas, parece atrapado, va en dirección de colisionar con la legalidad constitucional. Se trata de una aventura disparatada, pero que busca un choque de legitimidades en base al apoyo popular. Por otro, si hace cinco años Rubio ya se lamentaba del clima de inmovilismo que impedía una reforma constitucional jurídicamente muy justificada, hoy la negativa de la derecha española al cambio es aún más temeraria ante la gravedad de la crisis política que vivimos.

La realidad constitucional, escribía Rubio, «sirve para limitar y dividir el poder, pero también para dotarlo de una organización que asegure su legitimidad y le permita actuar con eficacia». En esta doble dirección debería ir la reforma: reforzar la legitimidad de las instituciones y la eficacia del Estado en lo cotidiano. Y eso supera con creces el cansino debate territorial. Pues no hay Estado social, democrático y de derecho si no hay Estado. En otras palabras, sin políticas ni instrumentos que garanticen efectivamente derechos constitucionales básicos, como la justicia o la educación (también la sanidad debería serlo), el texto no es más un decálogo de buenas intenciones. De la misma forma que de nada sirve la legislación laboral si no hay suficientes inspectores de trabajo o si los técnicos de la Agencia Tributaria no puedan desempeñar su labor libres de injerencias políticas, como parece estar sucediendo ahora de forma muy grave. De poco sirve defender enfáticamente la Constitución, ni menos aún atrincherarse tras ella. Contra sus enemigos no hay mejor camino que llevarla radicalmente a cabo, y actualizarla pronto como nos pedía Rubio.