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Concuñadismo

RISTO MEJIDE

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En estas fechas tan señaladas, quiero empezar preguntándome señaladas dónde. Si los cumpleaños se guardan en la memoria, los años en las canas, los atracones en las lorzas y las sonrisas en las patas de gallo, estaría bien saber en cuál de las dos nalgas hay que ir poniendo las fiestas de guardar. No, el espacio de en medio hoy ya me lo ha copado el ministro Soria y las eléctricas, lo siento mucho, vuelva usted mañana.

Sí amigos, también me gustaría saber por qué os llamo de pronto amigos.

Ahora que el espíritu navideño se instala en todas las casas, las bacanales gastronómico-carnavalescas alrededor de una mesa logran entre plato y plato algo insólito: que por unos días, el que tiene familia envidie al que no la tiene, y viceversa. ¿No es maravilloso? Se me cae el percebe de tanta emoción. Empezad, empezad, que eso frío no vale nada.

De todos modos, si hay algo que me fascina todos los años sin excepción es el retorno de la mala leche personificada en cierto comensal que lleva todo el año esperando para sentarse a tu lado. Si hay algo que me conmueve casi tanto como la retirada de Justin Bieber, es el retorno del cuñado.

Un cuñado no es el hermano de tu cónyuge. Ni tampoco es necesariamente siempre un hombre. Eso es demasiado reduccionista. Es quedarse con la mitad del cuento. No hay que tomarse el término de manera tan literal.

Un cuñado es mucho, pero que mucho más. Para empezar, un cuñado es alguien que siempre nació antes que tú. Aunque tú seas más viejo, da igual, para él los años contaban el doble y tú nunca tendrás ni puñetera idea por lo que él pasó. Por eso sufrió lo que sufrió, por eso llegó a renunciar seguramente al Grammy, al Emmy, al Oscar, al Webby y hasta al Nobel de la Paz, para poder darte hoy las lecciones que tú jamás has pedido. ¿Te vas a comer eso?

Un cuñado es el Vladimir Putin de cualquier familia. Nadie sabe muy bien por qué sigue ahí, pero nadie tiene cojones de echarlo. Por eso, a medida que va avanzando la reunión familiar, el buen cuñado no espera a que tú lo identifiques, él se postula solo, sus credenciales son inconfundibles y las piensa airear a los cuatro vientos con total impunidad.

El buen cuñado es capaz de vacilarle a todos y a todas, siempre tienes la sensación de que se intenta acostar con tu pareja, y que si la comida dura un par de horas más, igual hasta lo consigue.

Ya antes de acabar el primero, mientras apura la copa de un vino que siempre es peor que el que él dice que traerá un día, te pregunta si por fin te van bien las cosas, o como siempre. Pásame la sal, anda, que un día es un día.

Por eso, durante el segundo plato, un buen cuñado aprovechará para preguntarte por todos y cada uno de tus fracasos. No sabes cómo se lo ha hecho, pero ha seguido proyectos que ni siquiera tú habías explicado, con lo que al final un cuñado acaba siendo la mejor base de datos de lo que pudimos ser y no fuimos, el mejor retrato de lo que nadie pintó.

Menos mal que él ahora viene, en estas fiestas tan señaladas, y por si estabas a punto de olvidar tus traspiés del año y pasártelo bien, no te preocupes que él te los recuerda, uno por uno. Oye, y aquello que me contaste que ibas a hacer, al final lo has hecho o no, porque yo no me he enterado, y como he visto que fulanito y menganito lo están haciendo y les va tan bien... Anda que menuda idea tuviste, ¿no? ¿Crees que ya has dado con tu máximo nivel de incompetencia, o estás dispuesto a arriesgar un poco más tu vida y el futuro de tu familia? Y así.

No lo hace con mala intención. Lo hace con hijoputismo. ¿Un cafelito? ¿O pasamos a los turrones?

A la hora de los regalos, el cuñado es el que te pregunta cómo es que no encontraste el juguete que tu hijo llevaba meses pidiéndote y tú no fuiste capaz ni de deletrear. También hará chistes, uno nuevo de cada diez. Y contará anécdotas superdivertidas. Al final hasta se creerá el alma de la fiesta, un alma que no la querría ni el diablo de rebajas en un outlet del todo a cien.

Porque eso sí, si indagas un poco, seguramente encontrarás a un mediocre con tanta rabia como envidia y a un incompetente acomplejado que se está vengando de las collejas del cole, incapaz de disfrutar de la vida o de aportar algo de valor a la gente a la que supuestamente ama y de la que chupa toda su energía como un vampiro, que es lo que es. Y así monopoliza y secuestra fiestas, reuniones, titulares, medios de comunicación y grupos de whatsapp.

Vamos, que un cuñado para una familia viene a ser lo que un ministro del PP para su país.

Por suerte, ahí estarán siempre los concuñados para empatizar con nosotros, sufrir en silencio lo que sufrimos pero en nalga ajena y demostrar así cierta lección que jamás debimos haber olvidado.

Que menos por menos, es más.

¿Un licorcito?