Perucho, Orpí y los extraños

Joan Perucho.

Joan Perucho. / FERRAN NADEU

JORDI PUNTÍ

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¿Cómo se mide la posteridad de un escritor? ¿Por qué algunos autores se desvanecen en el recuerdo, una vez fallecidos? A veces pienso en Joan Perucho, por ejemplo, que murió en el 2003, en su obra juguetona y extensa. En el 2010 se reeditaron 'Les històries naturals' y hace poco me pareció ver la huella de su universo literario en dos autores jóvenes. No digo que sea una influencia directa, pero sí que comparten con Perucho la voluntad de contarnos un mundo lejano en el tiempo, pero vivo en nuestro imaginario, y hacerlo además con un estilo elaborado.

El primer caso es la novela 'Aventures i desventures de l’insòlit i admirable Joan Orpí, conqueridor i cofundador de la Nova Catalunya', de Max Besora (Males Herbes). Basada en las peripecias de un personaje real -ese Joan Orpí que era marinero y explorador, fundador de la ciudad de Barcelona, en Venezuela-, Max Besora juega con las convenciones del género de aventuras, con apariciones del 'Quijote' o préstamos de Gargantúa y Pantagruel. Estamos cerca de los guiños posmodernos de John Barth. Asimismo se sirve de una lengua un poco deshilachada pero muy efectiva para transmitir el caos cultural del siglo XVII, la confluencia de creencias, supersticiones y malentendidos que procuraba el espíritu viajero.

La novela 'Els estranys', de Raül Garrigasait (en Edicions de 1984), se sitúa en Solsona el año 1837, durante la guerra carlista, y relata la llegada al pueblo de un joven prusiano, Rudolf von Wielemann, que se pone al servicio de los carlistas. Gracias a la presencia desplazada y perpleja de este foráneo, el narrador revive ambientes y costumbres a través de la gente que va conociendo Wielemann -el médico, un prohombre local, la viuda que le hospeda- y de su día a día atascado en esa guerra que no acaba de ser. La novela contiene momentos de ternura, de humor, de violencia. La lengua de Garrigasait es precisa y brillante, una bendición, y le permite fijar el talante de un país que casi dos siglos más tarde no ha terminado de desaparecer: exactamente como el gusto de sotobosque, de “memoria animal y vegetal” que tienen unos buenos rovellons a la brasa.