Turismo y paisaje urbano
La ciudad de las maletas
Sentado en mi terraza de costumbre, contemplo con asombro el desfile de turistas que arrastran una, dos y hasta tres, maletas voluminosas
Josep Maria Pou
Actor y director teatral
JOSEP MARIA POU
Temas clásicos del verano en la ciudad: las obras, la ola de calor, los horarios de las terrazas y el turismo masificado. Otros más recientes: la plataforma Airbnb, los pisos ilegales, los desnudos callejeros y las colas en el control de pasaportes del aeropuerto. A estos, viejos y nuevos, añado ahora uno que ha venido a alterar nuestro paisaje urbano: las maletas. El ir y venir de maletas a todas horas. El incesante trasiego que llena las aceras, Y, con ellas, el traqueteo de las ruedas sobre los baldosines desiguales, ya sea la loseta hexagonal de Gaudí o la vulgar baldosa sin ningún apellido ilustre, el ruido resulta igual de molesto.
Sentado en mi terraza de costumbre, contemplo con asombro el desfile de turistas que arrastran una, dos y hasta tres, maletas voluminosas. Es un sin parar. Incluso en horario de madrugada. Y si llaman mi atención es porque el desfile se produce en zonas con pocos o ningún hotel a la vista. Son, pues, movimientos delatores de la economía sumergida, del cabreo del gremio de hoteleros y de una nueva manera de viajar.
CON UNA SOLA MANO
Rasgo en común: casi todas esas personas arrastran las maletas con una sola mano, en una forzada maniobra de hombro, codo y muñeca, mientras con la otra sujetan un mapa desportillado (los más pudientes, un iPhone 7) al que acuden de continuo, subiendo y bajando la mirada del papel a las fachadas, en busca de la calle correcta y el portal exacto. Se les ve cansados, exhaustos, hartos de buscar y preguntar. No me dan pena. Lo que despierta mi compasión son las maletas, a las que veo como pobres animalitos domésticos sujetos a la correa que los arrastra sin miramientos.
Les juro que más de una, al pasar a mi lado, me ha mirado de reojo, con una mirada de resignación que me ha parecido, al tiempo, una petición de socorro. Hasta he creído oirle decir por lo bajo: «Bendito el tiempo en que nos llevaban en brazos y no nos dejaban tocar el suelo. Maldito Bernard Sadow que nos inventó con ruedas y nos condenó a arrastrar el culo de por vida». Y he estado a punto de extender el brazo para la caricia comprensiva.
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