La rueda
La cicatriz de un dolor antiguo
El terrorismo no solo mata y mutila, sino que enferma a la población con el virus del miedo
En el campus universitario de Nairobi explotó un generador eléctrico por la noche. Los estudiantes se despertaron sobresaltados y, temiendo que fuera un nuevo atentado yihadista, huyeron despavoridos. Muchos se tiraron por las ventanas. Uno de ellos murió al caer desde un quinto piso. Y esa muerte, esa única muerte después de matanzas tan cruentas, duele de un modo especial, como las heridas que nunca acaban de cerrarse o esa cicatriz que siempre delata un dolor antiguo. Porque esa vida no sucumbió víctima de una metralleta o de un puñal, murió del virus del miedo. De un terror ya adherido a la piel, de una vulnerabilidad extrema, de la certeza de que, en cualquier momento, en cualquier lugar, la muerte le robaría el aliento. Estudiaba en la universidad, quizá soñaba con ser médico o ingeniero o filósofo. Quizá estaba enamorado. Quizá pensaba en las vacaciones. ¿Y en la muerte? ¿Cuántas veces habría pensado en la muerte durante los últimos meses? ¿Cuántos de sus compañeros, esos jóvenes apenas salidos de la adolescencia que provocaron una estampida humana con decenas de heridos, se despiertan cada día temiendo que sea el último?
El terrorismo no solo mata, mutila, roba y viola, también enferma a toda la población con el virus del miedo, lastrando su día a día, arrasando sus sueños. En esos hombres fanatizados por una idea o por la simple erótica del poder de la violencia y sus réditos económicos, se personifican los trágicos errores de la política, la gangrena de la humillación y las secuelas de la desigualdad y la miseria.
El joven que saltó desde un quinto piso temía ser víctima de un ataque terrorista. Trató de huir del horror que unos días antes había acabado con más de 150 universitarios en Garissa, también en Kenia. Pero el miedo ya estaba en su interior. Y no pudo escapar.
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