EL ESCÁNDALO POLÍTICO DEL VERANO

Catalunya va al médico

La vida oculta de Pujol y su familia constituyen la máxima decepción de este mínimo país

JOAN BARRIL

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En primer lugar llega la sorpresa. Luego nos invade la perplejidad. Finalmente nos emponzoñamos en la decepción y nos preguntamos: ¿y ahora qué vamos a hacer?, ¿en quién confiaremos? Catalunya era una mezcla de paisaje, talante e historia. Y, de pronto, la historia nos ha decepcionado. Esa ha sido la constante de las conversaciones veraniegas de nuestros conciudadanos.

Para que exista una decepción ha de haber previamente una certeza. A veces ni siquiera esto. Basta con una suerte de fe, de confianza providencial, de una fuerza del destino que, en el momento de truncarse, nos deja desamparados. En el fondo de toda decepción se encuentra una injusticia moral, porque un día pusimos mucho a favor de todo y el todo se queda de la noche a la mañana en nada. De pronto somos huérfanos. Y la orfandad nos hace desconfiados. Así, en la desconfianza, abandonamos todos los paraísos y nos quedamos flotando en la niebla de la indiferencia y de lo que los antiguos protodemócratas denominaron «el desencanto» y Baudelaire acuñó con el helenismo spleen, convencido de que era en el bazo donde se gestaban la angustia vital y la melancolía injustificada.

Nací en un pequeño país del Mediterráneo fuertemente romanizado y siempre oscilante entre los poderes militares de la metrópolis y el carácter dialogante de los habitantes de las provincias. Durante siglos ese país tuvo un alma gaseosa basada en la duda entre el colaboracionismo y la revuelta. Difícilmente hay comparación posible entre nacer en algún lugar del mundo y la suerte de la lotería. Las fronteras no son cunas. En todo caso, son las niñeras las que nos permiten vivir mejor o nos hacen llorar. De ahí que los países que se sienten maltratados por la historia se pasen generaciones y generaciones intentando encontrar un buen administrador que las represente y que acabe meciendo con actitud maternal sus sueños de ser algo más. Hasta ahora esta era la psicopatología social que marcaba Catalunya: querer y no poder, aspirar y desesperar, confundir las palabras en una lucha.

Pero en este mi pequeño país no acostumbra a haber lugar para ningún tipo de heroísmo. Y cuando alguno de mis compatriotas se decide a dar un paso que comporte un cierto riesgo o un resultado cruento suele ser para engordar los anales del martirologio patriótico. Para eso está la historiografía romántica, que se nutre de gestas perdidas y de hombres que de tan providenciales acaban siendo fusilados. Tal vez ese pueblo todavía irredento se fortifica con la convicción de tener la razón histórica y la pasión de un futuro emancipado. Pero a cada iniciativa se saborea una vez más la amargura de la decepción.

A la espera del milagro de la lotería, nos cuesta admitir que el casino siempre gana. Gastamos las energías de la gran asamblea nacional para esperar la llegada milagrosa de un nuevo líder que no corra el peligro de ser descabezado por el adversario. Así ha sido en los últimos decenios, en los que un profesional de la política consiguió concitar, en los últimos años de la dictadura, el fervor popular. No solo eso, sino que los grandes poderes del dinero, las armas y las instituciones consideraron que valía la pena mantenerle al frente del pequeño e incómodo país para neutralizar así a una izquierda ávida de hacerse notar tras tantos años de mordaza.

Ese personaje se llamaba Jordi Pujol, de quien ustedes considerarán que en el 2014 se ha convertido en un absoluto desconocido. Le creíamos en la cima de la ética y hoy le vemos en la cueva de Alí Babá. Y digo que se llamaba porque su obra de gobierno y su constante apelación a los valores de la política se fundieron cuando tuvo que admitir que buena parte de su fortuna había estado escondida en cuentas de unos bancos extranjeros y trascendió que su familia presuntamente se había dedicado a lo largo de muchos años al innoble oficio de repartir concesiones y negocios mediante una comisión que iba a engrosar el patrimonio de los nuevos hermanos Dalton.

El hombre que había encarnado el país no pasó, como suele ser costumbre en Catalunya, por el pelotón de ejecución sino que tuvo que formar ante sus conciudadanos en el agosto más amargo que recuerda. Al igual que Daniel Defoe, que tuvo que pasar durante tres días por la picota, también Pujol se llevó por delante la ética, el honor y la trascendencia histórica de su persona. Sin duda su vida oculta y la de su familia constituyen la máxima decepción de este mínimo país. La enfermedad catalana se ha agravado precisamente en un momento delicado. En plena taquicardia nacionalista ha aparecido una insuficiencia de las válvulas que amenaza con dejarnos exangües.

La megalomanía autocrática de los dirigentes comporta una caída mayor cuando son descubiertos. Era un partido y ahora se le llama un clan. Parafraseando a Churchill podemos decir que nunca tan pocos hicieron tanto contra tantos.