Peccata minuta

Catalunya, Una

La democracia no es un ejercicio de afinación del coro, sino de escucha, respeto y aprendizaje de las disonancias

JOAN OLLÉ

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El 25-S Artur Mas chilló: «¡Per molt que intentin aturar la veu del poble, no se'n sortiran!». Y los pueblos y ciudades respondieron educadamente y en voz baja. La voz del pueblo no es solo la de los suyos, señor Mas, ni la de Llach y Guardiola, ni la de una mayoría parlamentaria votada por menos de la mitad del electorado, legalmente amplificada por un tal d'Hont. Tonterías, las mínimas: los que votaron a Pablito Franco Rabell sabían que, plebiscitariamente, votaban nones. El pueblo no tiene voz; tiene voces, muchas, discordantes, y la democracia no es un ejercicio de afinación del coro, sino de escucha, respeto y aprendizaje de las disonancias. No se obstinen ustedes en tejemanejear sus excelentes resultados. Y, de paso, un aplauso a la seriedad del friki Baños por saber de números y, de momento, mantener su palabra. Visto que el pollo anda dividido entre partidarios de cuixa y pit (y las altivas alitas de la CUP) y ante el peligro de que el pueblo pueda descoserse por las costuras, propongo repartir los kilómetros cuadrados de que disponemos en dos (o tres, o mil) partes desiguales según el número de votos (no escaños) logrados; puestos a levantar muros, me encantaría no compartir territorio con quienes, al benemérito grito de «¡todo por la patria!» dejan tirados en la calle a quienes solo tenían por patria su casa, y no reprueban a confesos defraudadores.

MIS PETICIONES

En mi condición de pixapins camacu, y para compensar que nuestras papeletas valen mucho menos que las de Tàrrega o La Bisbal, me reclamo algunos barrios de Can Fanga (la zona alta, señor Mas, para usted y los verdaderamente suyos), Girona (allí están el Celler de Can Roca, La Penyora y la Llibreria 22), Sitges (para no enseñar el pasaporte cuando vayamos a comer a casa de mis suegros), la Sinera de Espriu, el Priorat (ya se imaginan por qué), algunos pueblecitos de mar entre L'Escala y Portbou (por sus anchoas, habaneras y Walter Benjamin) y un rinconcito de la Cerdanya (para volver a jugar con nieve, y, si acabo hartándome incluso de los míos, exiliarme en la cercana Andorra y montar desde allí algún tingladillo).

También imagino otra solución para satisfacer a los que, para viajar, España y Catalunya nos encantan: llegar a un civilizado pacto territorial, y, en lugar de llenar el Ebro de cocodrilos, proceder a un infantil cambio de cromos: «Mira, Mariano, te cambio Lleida por Sevilla y la Alhambra por el Parc Güell». Y Mariano (o Pedro): «¡Pero, hombre, Árthur!, ¿me tomas por tonto o qué?» Mas: «Vale, vale..., ¿y qué me dices de quedarnos con San Sebastián y tú te llevas Montserrat?». Y Pedro (o Albert o Pablo): «¡Uy!, eso de Donosti mejor lo hablas con Urkullu». Y es que no hay nada como el diálogo.