Catalunya y la 'posverdad'

El populismo aterrizó en España a través de la pulsión soberanista, mucho antes de la irrupción de Podemos

La manifestación por la independencia de Catalunya, en imágenes

La manifestación por la independencia de Catalunya, en imágenes / periodico

JOAQUIM COLL

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La desconcertante victoria del 'brexit'brexit y de Donald Trump ahora, entre otros momentos populistas de este 2016, ha llevado a acuñar el término 'posverdad' ('post-truth') en el Diccionario Oxford para describir la fase disparatada en la que ha entrado la política en Occidente. El discurso emocional y los prejuicios identitarios se imponen a los hechos objetivos en los estados de ánimo de la opinión pública. La mentira, la tergiversación y hasta la grosería campan a sus anchas, obteniendo el premio de los electores. En Catalunya nada de eso es completamente nuevo. Estamos instalados en la 'posverdad' desde hace años. El populismo aterrizó en España a través de la pulsión soberanista, mucho antes de la irrupción de Podemos. En el 2012, una manifestación de 100.000 personas se transformó por arte de propaganda en la primera marcha independentista del millón, cifra que fue multiplicándose en las siguientes Diadas pese a la imposibilidad física de que tantas personas cupieran en las calles. La verdad desnuda de los metros cuadros ocupados por los manifestantes fue orillada por no pocos medios que colaboraron con entusiasmo en extender esa mentira para fabricar más independentistas y complacer al poder nacionalista. Se quiso hacer creer que la voluntad del pueblo catalán eran esos festivales de masas, y casi lo consiguieron.

Como la secesión no es un derecho que pueda esgrimirse en ninguna democracia del mundo, primero por inmoral pero también porque se convertiría en una arma de chantaje político permanente, los separatistas se esfuerzan por inocular un relato de victimismo y opresión. Se trata de acumular agravios para esgrimirlos como un maltrato insufrible. Desde el falso expolio fiscal hasta la cansina afirmación de tener un Estado hostil, pasando por las afrentas del maligno Tribunal Constitucional, el infundado desprecio a la diversidad cultural y lingüística en España o la torticera judicialización de la política. La brutal campaña ha logrado envenenar el espíritu de muchos catalanes, incluso de no pocos que en su vida personal y profesional actúan de forma extraordinariamente racional.

Las mentiras inciden en descalificar constantemente a España y hacer creer que las democracias del mundo miran al separatismo con simpatía. También en asegurar que los poderes europeos obligarán al Gobierno español a entablar negociaciones si los independentistas sostienen el pulso hasta el final. La verdad es que por ahora solo la extrema derecha y algún congresista del Tea Party americano se han mostrado favorables al proceso secesionista. A Artur Mas dejaron de recibirlo muy pronto en los primeros niveles de las cancillerías europeas, y Carles Puigdemont se ha de conformar con mendigar fotos de cuarto nivel para exhibir algún apoyo que pueda justificar el cuantioso gasto en exteriores de la Generalitat. Maestros del populismo, los separatistas hacen siempre mucho ruido. Pero podemos estar seguros de una cosa: también a la mentira le llega el momento de medirse con la verdad. En Catalunya, ese instante se acerca.