Las tensiones territoriales

Catalunya, economía y nacionalismo

La incertidumbre política derivada del proceso soberanista está teniendo un notable coste económico

JOAQUIM COLL

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John M. Keynes, al final de su famosa Teoría general (1936), afirma que «el poder de los intereses creados es vastamente exagerado cuando se lo compara con el gradual avance de las ideas». El renombrado economista concluye que «tarde o temprano son las ideas, y no los intereses creados, las que son peligrosas» para el desarrollo de la sociedad o la economía. Esta cita me sirve para abordar por qué en el debate catalán se tiende a despreciar las negativas consecuencias de una hipotética separación, así como a ignorar el coste que ya está provocando la incertidumbre política que arrastramos desde el 2012.

Hace poco se han dado a conocer datos oficiales muy elocuentes sobre la desinversión en Catalunya los tres primeros trimestres del 2014 en comparación con el año anterior (EL PERIÓDICO, 14 de enero). La inversión foránea ha caído un 45%, mientras que la Comunidad de Madrid nos multiplica en inversiones con un PIB idéntico. El Govern de Artur Mas intenta maquillar esos datos con otros que no corresponden a inversiones productivas sino a ventas de activos de alguna gran empresa. Lo cierto es que la desconfianza que genera la política catalana está dañando las inversiones reales y nuestra ventaja competitiva como puerta de entrada al sur de Europa.

Es una realidad que agrava el declive industrial catalán del último decenio, pero que se esconde muchas veces en los medios. Entretanto, se sigue cultivando desde el soberanismo el estereotipo de una España subsidiada frente a una Catalunya productiva. Una mirada supremacista que se dirige principalmente contra Andalucía, presentada muchas veces como un territorio anclado en el subdesarrollo, cuando es la segunda comunidad que más producción efectiva acumula sumando agricultura e industria. Entre 1986 y el el 2013, el crecimiento acumulado del PIB andaluz fue del 107,3%, muy por encima de la media española (95,4%) y del conjunto de la UE (71,2%). En cuanto a exportaciones, Andalucía es la tercera comunidad en ventas al exterior, tras Catalunya y Madrid, y durante las crisis (2007-2013) sus exportaciones crecieron el 62%, hasta los casi 26.000 millones. Su fortaleza no solo es agroalimentaria, pues tras el aceite de oliva los dos sectores más exportadores son el aeronáutico y la maquinaria. Hay que subrayar que dispone de una considerable red de espacios tecnológicos, entre los que destacan los sevillanos Aerópolis, vinculado al desarrollo del Airbus europeo, y el parque científico multidisciplinar de La Cartuja, que destaca en biología molecular y medicina regenerativa. También el de la Universidad de Málaga, referente en tecnologías de información y comunicación, a los que hay que añadir otros centros especializados en innovación agroalimentaria y agropecuaria.

Si algún terreno merece una reflexión general son los famosos expedientes de regulación de empleo (ERE y ERTE). En Andalucía ha habido casos de uso indudablemente fraudulento, pero no deberíamos ignorar que, según fuentes del Ministerio de Empleo, los gastos mensuales por esas ayudas son tres veces mayores aquí. Frente a la acusación que se lanza contra Andalucía desde el nacionalismo (con la silenciosa aquiescencia de los sindicatos catalanes) por derrochar y abusar de las subvenciones a los ERE y ERTE, quien más se ha beneficiado ha sido Catalunya. Un dinero que en muchos casos ha servido para satisfacer las exigencias de las multinacionales, cediendo al chantaje de la deslocalización. Unas ayudas utilizadas para rebajar costes salariales y potenciar lo que el catedrático Francesc Granell ha llamado «plataformas subordinadas de exportación» en las que estas empresas basan su competitividad, devaluando las condiciones de trabajo. Y no deberíamos olvidar que toda competitividad al margen de la innovación tecnológica está condenada al fracaso.

En efecto, este tipo de prácticas no han impedido que Catalunya siguiera perdiendo peso industrial en la última década, como certifica el importante informe que el economista Josep Oliver presentó hace unos meses. Si en 1994 la industria representaba el 29,4% del PIB catalán, con los últimos datos este porcentaje ha caído hasta el 18,6%, alejándose del grupo de las principales regiones industriales europeas. La intensidad del debate soberanista es seguramente una manifestación en paralelo de esta decadencia. Una respuesta equivocada que, en lugar de determinar las prioridades de gobiernos y empresas para revertir esta tendencia, empuja a la sociedad catalana a una aventura dañina -a corto plazo seguro- para la economía y el tejido industrial. Es un claro ejemplo de aquello que nos advertía Keynes en relación al avance de algunas ideologías que distorsionan la realidad de los intereses colectivos. En Catalunya llevamos años sufriéndolo sin que muchos se quieran dar cuenta.