Camitis, putas y jaulas de oro

LUCÍA ETXEBARRIA

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Como en el artículo de la semana pasada, un anuncio: Vemos a un ejecutivo que llega a su casa pija divinamente decorada. La mujer le abre la puerta. Él ni la besa. El niño está jugando. Él salta por encima. Va directamente al dormitorio y se tira a la cama. Voz en 'off'. «Camitis: Reacción al deseo incontrolable que se produce al volver a casa después de una dura jornada de trabajo y querer, y solo querer, descansar como un guerrero».

De nuevo, los anuncios nos hablan de la realidad «normal» tal y como la sociedad entiende lo normal. Pero lo normal a veces no es lo sano.

Marc y Ana se van a vivir a una urbanización en la periferia. Chalets adosados, piscina, zona ajardinada. Cumplen el sueño de la clase media.

Por razones que no voy a contar aquí, Ana deja a Marc y renuncia a la custodia de la niña...

Marc se queda al cargo de la niña y descubre lo complicadísima que es la conciliación familiar. Entiende ahora por qué Ana tuvo que dejar su trabajo. Una chica se ocupa de la cría, porque él llega a casa a las ocho cada noche.

Entre los padres y madres de las compañeras de colegio de su hija hay dos grupos de Whatsapp. El de ellas y el de ellos. El primero habla de cosas como fechas de exámenes, excursiones, entrega de trabajos. El segundo se va pasando memes chorras, chistes malos, fotos de chicas. Los padres quedan cada viernes a jugar al pádel y después a tomar cañas.

Marc decide unirse un día al grupo de ellos. Desde que Ana se fue, apenas sale. Piensa que le vendrá bien desconectar... Entonces descubre que lo del grupo de pádel es una excusa. En realidad, ese grupo de hombres de unos 35 años, todos padres, se va cada viernes a un club de alterne.

Me invitan a un programa de radio a hablar de mi último libro Más peligroso es no amar. Y como mi libro va de relaciones sexoafectivas, invitan también a una psicóloga. Tiene la consulta en el pueblo donde reside Marc.

Y ella me dice: «Cuántos hombres recibo que me cuentan a mí lo que no le cuentan a nadie… Ni siquiera a su mujer. Sobre todo, no a su mujer».

Los compañeros de Marc, me explica, se despiertan cada día a las seis y media. Una hora en tren o en coche hasta el trabajo. Allí pasan ocho o más horas en un ambiente estresante de perpetua competición. Cuando llegan a casa están agotados. Los niños, a punto de irse a dormir. Su mujer, si trabaja, también está exhausta. Y si no trabaja, se siente tan sola y amargada como se sentía Ana.

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Ninguno de los dos puede quedar para hablar con alguien de su familia o de sus amigos de toda la vida, los del instituto o la infancia o la universidad, porque viven a una hora u hora y media de distancia. Tampoco está el típico bar del barrio al que uno acude para ver si se encuentra con un amigo o al menos charla con el camarero.

Al final se hacen amigos de otros padres de los niños del colegio, pero eso no son verdaderos amigos, claro. Son relaciones de circunstancia, basadas más en la necesidad que en la afinidad real o en historias compartidas. No son gente a la que cuentas tus problemas.

Uno de cada siete españoles se va de putas, me dice. En general, a los hombres se les ha enseñado que necesitamos sexo pero no afecto. Y es mentira. A veces la puta ofrece un placebo afectivo. Es falso, pero parece real.

Y luego está el que separa a las mujeres en dos grandes grupos: las santas, su madre y su mujer; y el resto. De vez en cuando mantienen sexo con su esposa, sin lo que ellos consideran «guarrerías». Para eso, a las putas.

Pero me estás hablando de chicos de 35 años, no de los amigos de mi padre, le digo a ella.

Lo sé, responde ella. Tiene que ver con la trivialización que hemos hecho de la sexualidad. Ha pasado de ser un tabú a ser un bien de consumo. Tienes tu chalet adosado, tú coche de alta gama, la parejita. La cama carísima del anuncio. La puta.

Cuando le pregunto si ellos son conscientes de que las chicas del club están explotadas, me dice que procuran no mirarlo para no verlo, para no entrar en dilemas morales. «Disonancia cognitiva» es el palabro técnico.

Resulta que a base de promesas ilusorias y de prometedores cantos de sirena la sociedad te construye a veces una jaula que, por de oro que sea, no deja de ser prisión. Y el pájaro enjaulado deja de ser pájaro, porque se olvida de lo más importante. De cantar y de volar.