La rueda

El cambio de hora

OLGA MERINO

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Cuando el personal se despierte hoy, habrá ganado una hora. A las once serán las diez, y así. Una hora desmigajada a lo largo del día. Como el cambio horario se produce en domingo, es probable que los 60 minutos arrebatados a la tiranía del reloj se difuminen en el reposo: un rato más de remolonear en la cama, una siesta larga, tal vez un tiempo extra dedicado a la lectura. Descanso, a fin de cuentas, para engrasar la maquinaria de cara al reenganche de lunes, a la semana que se solapa. Un simulacro de tregua para volver al tajo: así funciona la sociedad del rendimiento.

Con el ajuste, el invierno ganará una hora de luz natural por la mañana, pero luego, al regresar a casa por la tarde, tocará encender las lámparas; o sea, lo comido por lo servido. No sé si acabo de entenderlo, pero tampoco importa porque ya hace tiempo que no entiendo casi nada.

Con la Alemania nazi

En verdad, a la península le tocaría el huso horario de Inglaterra, Portugal y las Canarias, pero a principios de los años 40 Franco decidió adelantar los relojes para hacer coincidir la hora con la que la Alemania nazi había impuesto en los territorios ocupados. Una estupidez que acabó por encubrir el sobresfuerzo silencioso de la posguerra, el pluriempleo de supervivencia, las horas extra y la necesidad de acometer dos trabajos en un día para que salieran las cuentas: de ahí el parón hispano a mediodía y las cenas tardías.

Se ha perpetuado el desfase horario sin que a nadie parezca importarle. Porque aquí no se mueve nada. Nada. Como si se hubiera vertido una cuba de cemento rápido sobre los relojes, la historia y la misma manera de hacer política. La ley es la ley, la Constitución es sacrosanta, y tal y cual... Una metáfora de la realidad, de este 'jet-lag' permanente en el que ni siquiera el inmovilismo se articula. Una parálisis que pasa por alto que ni tiempo ni hora se atan con soga.