Callados

EMMA RIVEROLA

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Las celebraciones más tradicionales de la Semana Santa siempre han guardado un espacio para el silencio. Como si intuyeran que el grito más desgarrador puede esconderse en la ausencia de sonido. Como si supieran que en esa nada se gestan los extremos. Desde la violencia a la paz. El silencio donde se agolpan las oscuridades del alma, contagiándose la hiel unas a otras y tornándose una masa amarga y pegajosa que acaba invadiéndolo todo. O el silencio refugio. Una isla. Al fin tierra firme entre el oleaje incesante y traicionero del bullicio.

Más que nunca, vivimos cercados por el ruido. Palabras y más palabras que se amontonan a nuestro alrededor pugnando por robarnos, aunque solo sea por un segundo, la atención. Un parloteo continuo, a veces hueco, a veces tramposo o ignorante, que en su gota a gota implacable va calando en nuestro pensamiento. Como dijo Azaña, si los españoles habláramos solo y exclusivamente de lo que sabemos, se produciría un gran silencio que nos permitiría pensar. Pero en estos días de voces atropelladas, la reflexión cotiza a la baja. No hay tiempo para respuestas meditadas, para detenerse en los matices, para diseccionar las supuestas verdades absolutas. Gritan los poderosos. Y aún gritan más los que creen serlo aunque hace mucho que se convirtieron en farsantes voceros del poder. Mientras, buscan su voz los que saben que en el silencio se encuentra todo lo que perdieron.