APUNTES

Cabreo con unos y con otros, de aquí y de allá

JOSEP MARIA POU

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Escribo esto a las 16:50 de la tarde del viernes. Tarde de invierno en Madrid. Fría, lluviosa, desapacible. Una de esas tardes en las que uno solo desea estar en casa, arropadito, los postigos bien cerrados, dejando el mundo a su aire. Pero no. Estoy en Madrid, en la habitación de un hotel, frente a una pantalla de ordenador que me reclama 2.400 caracteres en menos de una hora. Y me dispongo a escribir, lo confieso, con mucha preocupación, resultado de lo que acaba de sucederme. Les cuento: bajaba yo caminando por Gran Vía en dirección a la plaza de España cuando al pasar junto a un grupo de tres personas de pie a la puerta de un bar, oigo claro y diáfano el siguiente comentario: «Mira, este es un catalán de mierda».

No ha sido una frase arrojadiza, no me han señalado siquiera; ha sido un comentario entre dientes, a modo de confidencia entre ellos. No me he dado por aludido y he seguido caminando. No quiero, Dios me libre, altercados callejeros y menos con sujetos de lenguas como espadas. Pero automáticamente me ha cambiado el humor. Me han estropeado el día. En plena Gran Vía madrileña me he sentido agredido, me ha invadido la tristeza. Y, enseguida, el disgusto inicial se ha transformado en cabreo; pero no contra el autor de la frase, sino contra los responsables de haber llegado a esto. Me he cabreado con unos y otros, de aquí y de allá. Me he cabreado con quienes, a sabiendas, juegan a diario con los sentimientos de los ciudadanos. Me he cabreado con quienes manejan a diario las «grandes palabras» -patria, nación, estado, frontera, territorio, identidad, nosotros, vosotros, ellos- con tanta ligereza como irresponsabilidad. Porque ellos son los que han puesto la frase en cuestión en boca del ciudadano en cuestión.

He vivido en Madrid más de 30 años y nunca había oído este comentario a mi paso. Al contrario. Lo primero que me dijeron al llegar aquí fue: «¿Tú eres catalán? Seguro que eres cojonudo, como todos los catalanes». Pero nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Nos están cambiando. En una cena reciente, en casa de unos amigos, se hizo un pacto antes de sentarse a la mesa: «Hablemos de todo, menos de lo que sabemos que no debemos hablar si queremos tener la noche en paz». Y esto no es sano. Esto no es bueno.

Cuando termine este artículo saldré de nuevo a la calle camino del teatro. Buscaré en la ficción la felicidad que no me brinda una realidad que se me escapa.  Y así, ¿hasta cuándo?