La muerte de un referente

Bradlee, el 'Post' y el periodismo

La búsqueda de la verdad, y no el derribo de un presidente, es la principal lección del 'caso Watergate'

MARÇAL SINTES

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El recientemente fallecido Ben Bradlee, gracias a sus larguísimos años en primera línea y, sobre todo, al caso Watergate, se convirtió en un arquetipo, en el modelo de director de diario para muchas generaciones de periodistas, incluida la quinta que sentimos la atracción por el oficio a raíz de la serie Lou Grant.

Junto con los dos periodistas que siguieron el caso, Carl Bernstein y Bob Woodward, hay un cuarto personaje en The Washington Post de la época que siempre me ha atraído fuertemente. Es el de Katharine Graham -Meyer de soltera-, que heredó el rotativo de su marido, Phil Graham, que se suicidó disparándose con una escopeta. Katharine (muerta en el 2001 y de quien vale la pena leer la autobiografía, Una historia personal) era una mujer de clase alta, una señora de a cuyas manos fue a parar el diario.

Pronto demostró que no tenía nada de pánfila. Fue ella quien nombró a Bradlee y quien aguantó firme el primer encontronazo con la Administración a raíz del caso de los llamados papeles del Pentágono, documentos que desmontaban las mentiras oficiales sobre la guerra de Vietnam. Graham supo soportar también las durísimas amenazas y embestidas de todo tipo a raíz del Watergate. Hubo momentos dramáticos, en especial cuando el Post patinó y publicó alguna información errónea. Sobre cómo resistió ella, vale la pena recordar una sentencia extraída de las memorias del propio Bradlee (La vida de un periodista): «Dios bendiga sus arrestos».

Las presiones sobre el Post fueron mucho más allá de las declaraciones públicas o de intentar por todos los medios cortar el acceso a las fuentes a los periodistas. Naturalmente, la feroz reacción gubernamental trascendió a Bernstein, Woodward y Bradlee, que en determinados momentos se sintieron realmente acosados por la Casa Blanca y el FBI. Por su parte, Katharine Graham estuvo a punto de perder las licencias de dos cadenas de televisión en Florida, lo que hizo caer fuertemente las acciones de The Washington Post Company en la bolsa. Además, Richard Nixon tejió un plan para que el millonario Richard Mellon Scaife comprara el Post y así poder frenar la investigación sobre el escándalo Watergate, según denuncia Graham en sus memorias.

Si uno conoce un poco lo que pasó -o ha leído el libro de Bernstein y Woodward Todos los hombres del presidente, o ha visto la película de Alan J. Pakula- se habrá dado cuenta de cuán importante era para los periodistas, el director y la propietaria del diario no equivocarse, aproximarse lo más posible a la verdad. La importancia del cómo, de la manera de hacer las cosas, de aplicar estrictamente el método periodístico procurando al mismo tiempo huir, en una lucha también contra sí mismos, de los prejuicios y las filias y fobias.

Pero todo esto no habría sido posible, insisto, sin Graham. Sin una tradición familiar de la que ella -a pesar de haberse incorporado desde fuera- se empapó hasta los tuétanos. Esta tradición se basaba en el convencimiento de que tener una empresa periodística debe servir, antes que para ninguna otra cosa, para hacer buen periodismo. Hay que admitir, sin embargo, que no todas las tradiciones familiares son iguales, y nada asegura que la meta sea siempre la excelencia periodística.

Es cierto que aquel mundo prácticamente ha desaparecido. Hoy los grandes diarios tratan de sobrevivir a la fuga de la publicidad y al tsunami de las tecnologías digitales. Muchos se encuentran bajo el control de bancos, fondos de inversión o, como el caso de The Washington Post -comprado por Jeff Bezzos, de Amazon-, de millonarios provenientes de otros sectores.

El 'Watergate' demostró la fuerza de este buen periodismo. Pero también tuvo otras consecuencias. Por ejemplo, junto con la experiencia de Vietnam sirvió para que el poder político aprendiera la lección y cambiara de actitud para protegerse mucho más de los periodistas curiosos. También se produjo otro efecto, en este caso en el campo del periodismo, que no podemos obviar. Me refiero al hecho de que algunos periodistas creyeron que lo que contaba realmente era haber derribado a un presidente, Nixon. Esta creencia, incorporada a una cierta cultura periodística, ha hecho mucho daño.

Así, hay periodistas y directores de periódico a los que obsesiona defenestrar presidentes -o cualquier otro responsable político- y que, llevados por esa manía -o la manía paralela de querer dictar a los que mandan lo que tienen que hacer-, no dudan en pervertir toda norma profesional y deontológica. En sacrificar el compromiso periodístico fundamental: el de la búsqueda de la verdad.