EDITORIAL

Barcelona, símbolo del cambio

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La victoria de Barcelona en Comú en la capital de Catalunya es uno de los elementos más sobresalientes de las elecciones municipales de ayer y es probablemente el símbolo del cambio que el 24-M introduce en el escenario político catalán y español. Ada Colau, su candidata, será con seguridad la alcaldesa de Barcelona -la primera de su historia- como jefa de filas de la candidatura más votada y porque no se avizora ninguna mayoría alternativa con una mínima coherencia política. Pero BC tendrá 11 concejales de un total de 41, lo que obligará a Colau a un gran esfuerzo para alcanzar acuerdos con los que asegurar la gobernabilidad de la ciudad. Xavier Trias reconoció anoche mismo su derrota, que cierra un paso efímero  de cuatro años por la alcaldía, en los que ha mantenido lo esencial del modelo de éxito que culminó Pasqual Maragall. Este será el segundo reto de la alcaldesa: preservar lo que ha hecho grande a Barcelona ante el mundo. Hay cosas que pueden y deben cambiarse, pero sería un error querer convertir la ciudad en algo muy distinto de lo que ha hecho enorgullecerse de ella a sus ciudadanos.

En clave catalana, las elecciones han supuesto, como se esperaba, una victoria de CiU, pero la derrota de Barcelona supone un escollo importante para la estrategia de Artur Mas cara a las autonómicas del 27 de septiembre. Si en las últimas semanas ha dado algún signo dubitativo sobre el proceso soberanista, el resultado de ayer puede acrecentarlo, y más en la medida que ERC ha mejorado sus posiciones.

A nivel general español, las elecciones han confirmado buena parte de los pronósticos de los últimos meses: el mapa político sufre notables modificaciones. Pero el esquema bipartidista, con dos grandes fuerzas dominando la escena, no ha quedado tocado de gravedad como muchos predecían. Aunque la propia especifidad de los comicios locales, con patrones políticos que cambian profundamente de una población a otra, obliga a la cautela y a descartar conclusiones contundentes, las cifras globales indican que el PP puede decir que ha ganado las elecciones, sí, pero por un margen muy estrecho de votos. Si en el 2011 la diferencia con el PSOE fue de diez puntos, ahora ha sido de apenas dos (25% frente a 27%), lo que no es un empate técnico pero se le parece mucho. Un resultado muy ajustado que refuerza políticamente a Pedro Sánchez en la secretaría general del PSOE y acrecienta sus posibilidades de disputar con éxito la presidencia del Gobierno a Mariano Rajoy en las elecciones generales de finales de año, para las que la cita de ayer constituyó un primer ensayo. En muchos ayuntamientos y comunidades autónomas el PP ha sido la primera fuerza, pero el mapa de los pactos de gobernabilidad puede apartarle del poder en no pocas instituciones.

Pero tanto populares como socialistas no pueden soslayar otro dato fundamental del 24-M, que es el de que si hace cuatro años sumaron dos tercios de los votos emitidos, ahora recogen poco más de la mitad. El beneficiario principal de esta pérdida de peso de PP y PSOE ha sido Ciudadanos, que con un 6,5% de votos (un millón y medio) se erige en tercera fuerza y sobrepasa a un partido de larga trayectoria como Izquierda Unida y otro como UPD, que hace pocos años parecía llamado a un papel decisivo en la política española.

Y aunque no haya concurrido como marca propia en todas partes, sino solo en algunas y a menudo aliada con otras fuerzas, Podemos ha respondido con creces a las expectativas que había despertado en sectores de la ciudadanía descontentos tanto con el injusto reparto de los efectos de la crisis como con una forma esclerotizada de hacer política. Pero ahora tendrá, como en Barcelona, un baño de realismo al verse obligada a negociaciones para asegurar el funcionamiento de las instituciones. Los pactos (no las componendas) estarán a la orden del día. Muchos no serán fáciles, pero de ellos depende que los ciudadanos recuperen la confianza en la política. Tanto la nueva como la vieja tienen la misma responsabilidad.