El proceso independentista
Banderas contra banderas
Las señas de identidad colectiva fueron apropiadas durante demasiado tiempo para usos represivos
Ángeles González-Sinde
Escritora y guionista.
ÁNGELES GONZÁLEZ-SINDE
Cuando el pasado domingo día 8 me subí en el metro para acudir a la manifestación convocada por Sociedad Civil, mi primer impulso fue bajarme del vagón. Estaba lleno de gente con banderas de España. Me aterré. Es una reacción instintiva de una hija de progres militantes antifranquistas que fue adolescente en la Transición y aprendió a ponerse a resguardo de las huestes de Fuerza Nueva y los guerrilleros de Cristo Rey. Aunque hayan pasado décadas de convivencia democrática, ver banderas me sobrecoge, me intimida porque en la educación y la experiencia vital que heredé, la de perdedores de la guerra, la bandera de mi país no era ni mía, ni un símbolo inocuo, ni siquiera neutro.
No digo que esté bien temer a la propia bandera, solo constato e intento explicar las enormes dificultades que muchos de izquierdas tenemos para hacer frente común al independentismo. Quienes son independentistas, como quienes son de derechas, no tienen ese dilema. Es una de las ventajas del independentismo, un concepto sencillo y tan general que gente muy diversa puede sentirse a gusto bajo su amplio paraguas sin necesidad de detalles ni matices. Sin embargo, a las personas de izquierda, como bien saben y sufren nuestros líderes, nos gustan los detalles y los matices.
Efectos secundarios
Tendemos a ser muy críticos sobre todo con nosotros mismos y nos sentimos decepcionados con una facilidad que al votante de derechas no perturba. Por eso para muchos fue más sencillo acudir a la concentración de las banderas blancas del sábado ante los ayuntamientos, que acudir a la de las rojigualdas. Es uno de los muchos efectos secundarios del movimiento soberanista: la división de la izquierda en todo el país. El otro es el auge de la derecha, del peor patrioterismo.
Mientras intentaba abrirme camino en la manifestación (no me bajé del metro, para eso está la cabeza, para templar la emoción) escuché a la gente cantar, con toda su buena voluntad, canciones con las que no me identifico. "Yo soy español, español, español…". No sé bien qué significa, más allá de una obviedad, una condición administrativa, fruto del azar en casi todos los casos, como es la nacionalidad. "Y viva España", continuaban otros. Una canción que siempre fue fea, Manolo Escobar las tiene mejores. A mi mente venían otras: 'Mi querida España' de Cecilia, 'España camisa blanca' de Ana Belén o 'Españolito' de Serrat; versos de Blas de Otero, Machado o la propia Cecilia. Solo una chica canturreaba bajito alguna estrofa.
Repensar el país
Quizá es que hay que repensar el país entero, no solo la relación de Catalunya con el resto de España. Quizá es que cada vez que tenemos un conflicto grave aflora todo aquello que barrimos bajo la alfombra para poder tener una democracia: la República, la memoria de la guerra civil y la represión de la dictadura. Quiero decir que no hace falta ser independentista para no querer ser asociado con determinados símbolos, cánticos o consignas. Es la desgracia de este país, que las señas de identidad colectiva fueron apropiadas durante demasiado tiempo para usos represivos.
Por fortuna, la identidad es algo mucho más rico y complejo que una bandera. El rojo y el amarillo, en la combinación que se quiera, con o sin estrella, son insuficientes para describirnos. Las personas somos muchas cosas a la vez y reducir a los demás a un solo rasgo identitario nos empobrece. Ser conscientes de ello nos permite convivir incluso con los que cantan canciones que no nos gustan y agitan banderas que nos resultan lejanas o nos asustan.
Auge ultra
En ese sentido, a mi juicio la manifestación cometió un error: apostó por desactivar el nacionalismo con más nacionalismo. Su exhibición de fuerza no se diferenciaba de esas que pretendía desarmar, las del independentismo. Pero ese no es el camino para el encuentro, sino para ahondar en la división. La prueba es la aparición de banderas de España en fachadas que antes jamás las hubieran exhibido y, sobre todo, el envalentonamiento de grupos ultraderechistas que se sienten respaldados para tomar las calles.
Por suerte al final escuchamos a Josep Borrell decir cosas sensatas como "extrememos el respeto, recuperemos el afecto". En eso hay que estar. En ponerse en el lugar del otro. Pero el afecto no es ni gratis ni automático. Solo se ama lo que se conoce. Y solo se conoce escuchando de verdad y buscando el territorio común, que es muchísimo. Porque quizá somos un país que no sabe muy bien qué quiere decir ser un país. Esta es una buena ocasión para ir practicando y aprendiéndolo.
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