Azúcar por compasión

No descartaría que, en breve, algunos despiadados asesinos decidieran endulzar a escondidas el café de sus víctimas para matarlos del modo más eficaz que imaginan

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Juan Carlos Ortega

Juan Carlos Ortega

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La palabra 'veneno' es tan utilizada últimamente para hacer referencia al azúcar blanco, que no se me ocurre cómo diablos podemos llamar entonces al arsénico. No descartaría que, en breve, algunos despiadados asesinos decidieran endulzar a escondidas el café de sus víctimas para matarlos del modo más eficaz que imaginan.

Veo a detectives de los de antes, con gabardina y sombrero, rastreando la lista de la compra de viudas que acaban de cobrar el seguro, intentando encontrar pruebas de la adquisición en el súper de pequeños sobres de veneno blanco, o incluso un equipo del CSI buscando, con las últimas técnicas, diminutas moléculas de sacarosa en la comisura de los labios de la víctima.

Miro lo que se escribe en las redes y me asusta. Ese producto que creíamos inofensivo parece ser el origen de todos los males. Una mañana, después de revisar mi Facebook, incluso sentí el impulso de deshacerme del azucarero, por si la policía hacía una redada en el barrio.

Acabará pasando. El azúcar blanco se venderá en el mercado negro, en ese horrendo lugar en el que ahora podemos encontrar ántrax y metralletras. Los espías llevarán una cápsula de sacarosa escondida entre las muelas, preparada para ser mordida si les atrapan y así suicidarse de modo patriótico, sin contar a los malos el plan secreto en el que andaban trabajando.

Eso sin descartar las catástrofes naturales. Dios no quiera que un viento huracanado sople violentamente sobre un campo de caña de azúcar, porque si eso ocurriera, el meteorito que hace 65 millones de años eliminó a los dinosaurios nos parecería una broma sin importancia. Las moléculas de glucosa y fructosa serían transportadas a través del aire y acabarían rozando los labios de un pobre hombre en Arkansas, y de ahí se extendería la catástrofe hasta eliminar a toda la humanidad.

Un grupo de científicos, como saben, acaba de descubrir siete planetas orbitando alrededor de un pequeño sol situado a 40 años luz de distancia. Esos astrofísicos se devanan los sesos intentando analizar, desde tan lejos, la composición de los nuevos mundos. Se equivocan en su búsqueda. Son profundamente burros. No deberían averiguar si contienen agua o atmósfera; harían mejor en esforzarse por saber si alguno de esos siete cuerpos gigantes posee azúcar, porque si así fuera, 40 años luz serían muy pocos y estaríamos en peligro. En cualquier momento podrían llegarnos, a través del espacio, compuestos de ese veneno que salieron despedidos por una tremenda colisión millones de años atrás.

Y si finalmente se descubre vida inteligente allí, las cosas se pondrían mucho más serias. Su código genético podría ser totalmente distinto al nuestro y estar basado, no en el ADN, sino en moléculas de C12H22O11. Ni la más endiablada ciencia ficción ha sido capaz de imaginar seres tan monstruosos como los que estarían formados con ese producto asesino.

De verdad, hemos de protegernos. Lancemos a la basura todos los restos de azúcar de la cocina, pasemos por la casa mil, cien mil, un millón de veces el aspirador para eliminar cualquier granito de ese tóxico nefasto y editemos toda la discografía de Celia Cruz, eliminando su insensata palabra "¡azúcar!" en todas sus canciones. Que diga "¡estevia!" o, mejor, que no diga nada.