Dos miradas

Atenaza

JOSEP MARIA FONALLERAS

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La ley mordaza tiene, como mínimo, dos características destacables. Por un lado, se fija mucho en los detalles y es capaz de describir los actos punibles con una extrema concreción. Dibuja, como dice el abogado Benet Salellas, «fórmulas ad hoc y legisla para casos concretos». Por otro, juega en el terreno de la ambivalencia y la indefinición, cuando habla, por ejemplo, de «perturbar la seguridad ciudadana en actos públicos a los que asistan numerosas personas». ¿Qué significa perturbar? ¿Silbar es perturbar? ¿Quien silba en una final de una competición deportiva «turba la quietud y el sosiego», como dice el diccionario, y, por tanto, se ve inmerso en uno de los supuestos de la nueva ley?

Ayer también entró en vigor una reforma del Código Penal que prevé como delito terrorista «la subversión del orden constitucional», una acción que podrían llevar a cabo todas aquellas entidades o personas de pensamiento soberanista que reclaman, por vía pacífica, justamente esto: disolver un orden con el que no están conformes.

A través de la sanción económica o de la represión policial y judicial, la mordaza -que es también un instrumento que atenaza, que somete- tiene la intención de infringir sufrimiento moral a los ciudadanos: refleja un exceso de celo, una voluntad de intervención que nace de la necesidad de dominio provocada por el miedo. Aunque hablamos de ataque a la democracia, legislar a la carta es, en el fondo, jugar a la defensiva.