La reforma de la Carta Magna

El proyecto del constitucionalismo

La vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaria, durante una rueda posterior al Consejo de Ministros.

La vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaria, durante una rueda posterior al Consejo de Ministros. / periodico

JOAQUIM COLL

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Esta legislatura durará el tiempo que a Mariano Rajoy le convenga. Pero entre tanto no convoque elecciones, al PP no le quedará más remedio que llegar a acuerdos con un PSOE que necesita de diversos plazos para recomponerse. C’s sufre ahora las consecuencias de haberse quedado fuera del Gobierno ya que aritméticamente es prescindible. La duda es si vamos a asistir solo a pactos puntuales, como los que se han producido esta semana, particularmente la celebrada subida del salario mínimo, o si se alcanzarán también consensos de más calado. En educación urge un pacto de Estado para aprobar una ley que reemplace a la LOMCE y que pueda sobrevivir en el tiempo. También las pensiones necesitan de un gran acuerdo para garantizar su sostenibilidad y dar confianza a los ciudadanos ante una hucha menguante. Otras leyes, en cambio, como la polémica “ley mordaza”, serán directamente derogadas por la oposición para dar a luz a otro texto. Este nuevo escenario, pese a su fragilidad, puede abrir el camino a reformas mayores si van encadenándose pequeños acuerdos.

El cambio constitucional ya está encima de la mesa, aunque culminarlo esta legislatura parece improbable. Que PSOE y C’s sean sus más firmes partidarios (“Reformar o morir” ha dicho Albert Rivera) se explica porque coinciden sustancialmente en el carácter federal del objetivo: clarificar competencias, eliminar disfunciones y plasmar los principios de cooperación y lealtad intergubernamental. En cambio, Soraya Sáenz de Santamaría cae en el disparate de exigir “consenso de partida y de llegada.” Eso no sería  consenso sino pensamiento único. La vicepresidenta intenta esconder que el PP no ha tenido ningún interés hasta ahora en este asunto ni dispone, por tanto, de un diagnóstico interno sobre lo que habría que reformar. Por su parte, Unidos Podemos tampoco sabe lo que quiere, si acaso un proceso constituyente para discutirlo todo con unos objetivos muy confusos en el modelo territorial, agitando la bandera de la plurinacionalidad y el derecho a decidir. Y los independentistas de ERC y PDEcat solo están por la labor de agravar un problema del que depende su supervivencia. En definitiva, por ahora, pintan bastos para la reforma.

Mientras no sea posible, porque en unos falla el interés o la voluntad de consenso y en otros el deseo de compartir el proyecto común, habrá que aprender a frustrarse pacientemente. Es una lástima porque la reforma es necesaria más allá de la cuestión territorial, por ejemplo, para reconocer nuevos derechos sociales como la sanidad. Pero que la Constitución haya quedado desfasada y presente defectos no es la causa del separatismo. Este tiene mucho más que ver con las deslealtades que desde hace décadas practican las elites nacionalistas, de aquí y de allí, con las instituciones democráticas. La actualización del texto de 1978 es necesaria para dotar al constitucionalismo de un proyecto político renovado que ensanche nuestro marco de convivencia con más diálogo. Para que antes o después lo votemos todos juntos otra vez.