El futuro de Catalunya

El artículo 155

Resulta imprescindible agotar todos los recursos ordinarios de carácter jurídico y sobre todo político

JOAN RIDAO

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El artículo 155 de la Constitución (CE) constituye un procedimiento que la doctrina constitucionalista acostumbra a denominar como «ejecución forzosa» o «coerción o compulsión federal». Se trata de una institución propia del derecho federal, presente en el artículo 37 de la Ley Fundamental de Bonn (Bundeszwang), pero que en el caso español hunde igualmente sus raíces en la Constitución de la Segunda República. En los estados federados, este instrumento es una inequívoca manifestación de supremacía de la federación y consiste en una acción coactiva sobre los estados miembros para obligarles a cumplir la Constitución y las leyes federales.

Ante todo, debe decirse que el artículo 155 CE es un mecanismo de defensa de la Constitución de carácter excepcional, no aplicable a cualquier tipo de disputa o diferencia de criterio entre las partes. El precepto dispone textualmente que si una comunidad autónoma no cumple las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actúa de forma que atente gravemente contra el interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al presidente de la comunidad autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligarla a cumplir forzosamente dichas obligaciones o proteger el mencionado interés general. Y añade que, para ello, el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de las comunidades autónomas. La excepcionalidad de esta medida comporta, pues, la existencia de un presupuesto de hecho harto difícil de precisar: la actuación de la comunidad autónoma ha de atentar gravemente contra el «interés general de España». De entrada, no parece lógico que ello pueda darse si no es mediante un atentado contra la Constitución, mediante una disposición o resolución con valor jurídico, no una simple declaración o actitud política. Más dificultades ofrece el enjuiciamiento de lo que es un incumplimiento de una obligación jurídica. Por otra parte, hay que agotar el sistema de controles ordinarios (jurídicos, pero sobre todo políticos), e interpretar restrictivamente este mecanismo que sería la última ratio.

Formalmente, además, corresponde al Gobierno la titularidad del inicio del proceso, mediante la constatación por escrito del incumplimiento de obligaciones por parte de la autonomía, seguida de un requerimiento motivado dirigido al presidente autonómico y, solo en el caso de desatender dicha requisitoria, y de acuerdo con el artículo 189 del Reglamento del Senado, trasladar a esa Cámara un escrito donde se manifieste el contenido y alcance de las medidas que se proponen para restituir el interés general, previa audiencia del presidente autonómico ante la Comisión General de Autonomías. Solo entonces el Senado podría llegar a formular su consentimiento a la propuesta del Gobierno, e incluso proponer cambios. Finalmente, corresponde al pleno de la Cámara territorial someter a debate dicha propuesta, que para su aprobación, no se olvide, requiere mayoría absoluta. Una cosa más: como se ha visto, el art. 155 no precisa el alcance de las medidas y solo se hace referencia a una técnica —el poder de dar instrucciones a las autoridades autonómicas—. En ningún caso se refiere a la suspensión de la autonomía, pese a que, a diferencia del caso alemán, en el que se basa el español, otros sistemas federales legitiman la suspensión o disolución de los órganos territoriales (Austria, Italia o Argentina).

No está claro, tampoco, que pueda implicar la modificación de la relación jerárquica de las autoridades autonómicas, como ha sostenido Francesc de Carreras, inspirándose probablemente en lo sucedido tras los hechos de Octubre de 1934 en Catalunya. En todo caso, lo que parece indudable es que las medidas coercitivas deberán ajustarse a principios de necesidad, proporcionalidad, adecuación al caso concreto y lesión menor de los derechos autonómicos, ya que, en caso contrario, podrían incluso ser declaradas inconstitucionales por la vía de un conflicto positivo de competencias, además de que los actos que ejecute el Gobierno pueden recurrirse ante el contencioso-administrativo.

Así pues, la coerción federal parece cumplir en todos los sistemas una función tanto más preventiva que reactiva, como demuestra el que no se ha aplicado nunca y en ninguna parte. Se trata de un precepto concebido más para intimidar que para ser aplicado. Y, en caso de aplicarse, parecería razonable prever antes sus consecuencias en una ley específica. Si no es así, como ha afirmado Javier Pérez Royo, su aplicación, al igual que una eventual declaración del estado de excepción, comportaría «una crisis de Estado de consecuencias incalculables».