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Ariana Grande y la grandeza adolescente

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MIQUI OTERO

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Cuando en los aledaños del estadio, hombres de mediana edad beben en porrón por el ojo, se pintan los carrillos con los colores de su equipo, se rocían con cubalibres, berrean himnos en clave de Lo (lo-lo-lo-lo), gritan contradictoriamente que el resultado les da igual (porque hemos venido a emborracharnos), muestran panzas peludas (estoy de siete meses; la llamaré Cerveza) y lloriquean al mentar a su ídolo millonario, el reportero suele palmearlos con una sonrisa cómplice que alude a la grandeza del fútbol y a la pureza insobornable que este genera.

Sin embargo, cuando esa melé emocionada la conforman adolescentes en la puerta de un concierto, algunas con aparatos en sus sonrisas francas y otros con piel volcánica de acné que va a estallar de emoción, que visten la camiseta de su ídolo, que besan su retrato con el brillo en los ojos, que lloran cuando cantan sus estribillos, que afirman que lo darían todo por su estrella, el destello de la primera vez y del primer amor, el reportero esboza su cara de condescendencia, la risita paternalista, y su discurso se muda a un campo semántico donde no se habla de pureza, sino de histeria melodramática.

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Como yo no acabo de entender esa diferencia, Ariana Grande nos la explicó el otro día: dio un concierto en Manchester un par de semanas después del atentado en el que murieron 22 de sus fans. Se ha sabido que ella pretendía cantar temas tranquilos, pero que la madre de una víctima le dijo: "Olivia querría haber escuchado los 'hits'. Haz que todo el mundo baile. No permitas que nadie te diga lo que no puedes hacer". Y lo hizo. Y logró lo mismo que aquellas fans de Frank Sinatra, las 'bobby soxers', un 12 de octubre de 1944, cuando marcharon por Nueva York coreando el nombre de su ídolo (que era como su novio, como su hermano, como su padre; todos ellos aún en la guerra), demostrando por primera vez en la historia que el gran poder de la adolescencia se manifiesta en una pasión anticínica que no necesita ni de alcohol ni de excusas. Tampoco de la aprobación de los adultos, que aunque fueron adolescentes parecen fingir que no lo fueron. Pobres infelices.