Arde Fiumicino

Arde Fiumicino, por Isabel Coixet

Arde Fiumicino, por Isabel Coixet / ALBERT BERTRAN

ISABEL COIXET

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Me levanto a las 5 de la mañana para llegar al aeropuerto a las 6.30 y coger un avión a las 8. Un amable taxista me desea un buen viaje y, como tengo la tarjeta de embarque impresa, me dirijo a la cola de la zona donde te hacen sentir como un hámster en su jaula y hay que quitarse los zapatos y asegurar a la seguridad internacional que no vas a atacar al pasaje con tu esmalte de uñas. Una vez pasado el control donde requisan los biberones de los bebés (que también tienen intenciones aviesas) y donde mujeres de uniforme bordean con sus manos enguantadas los aros del sujetador de señoras octogenarias (que claramente quieren atentar contra el mundo occidental y el planeta entero), voy a la puerta de embarque. Un cartel anuncia que el vuelo está cancelado debido a que el aeropuerto al que nos dirigíamos se quemó la noche pasada. Suspiro, junto con 80 personas más, y todos salimos otra vez a la terminal, despistados y sin saber exactamente qué hacer. Algunos han perdido la conexión de un vuelo posterior y se quejan, comprensiblemente, más.

Lo que sigue son tres horas de incertidumbre en las que no se sabe si podremos volar hoy, mañana o nunca a nuestro destino. En la cola de este destino incierto, asisto a una muestra de fascinantes aspectos de la naturaleza humana: los que se intentan colar pretextando preguntar algo, los que insultan a los que se intentan colar, los que hablan muy alto y le cuentan a todo el mundo que es fundamental que la ciudad a la que se dirigen cuente con su imprescindible presencia, los niños que no levantan la mirada del iPad a todo volumen viendo 'Frozen'. Las azafatas, superadas, sin información porque no les llegan datos nuevos, apenas pueden atender todas las preguntas, quejas y demandas. Creo que ellas y las enfermeras son las profesionales más sufridas de todos los colectivos. Reciben chaparrones que no les corresponden y los aguantan con una dignidad admirable. Y los enfermos y los pasajeros son –somos– dos especies a las que hay que dar de comer aparte. Ellas dan la cara ante la gente en sus momentos más vulnerables y les llueven palos muy injustos. Cómo lo hacen para controlarse y no enviar a cagar al personal es admirable.

Me pongo los auriculares para escuchar a Nick Cave y, en mi cabeza, alejarme de los niños del iPad a todo volumen y de sus padres aulladores, que me están poniendo de los nervios. Veo, un poco delante de mí, a un escritor al que admiro en la cola, que lee y toma notas con la dignidad intacta y aérea del que viaja sin moverse, y no se queja, ni empuja ni grita ni se enfada.

Tres horas después vuelvo a casa y me meto en la cama para pretender que este día absurdo no ha ocurrido. En el taxi que me ha traído, el conductor me ha preguntado de dónde vengo. De Roma, le he dicho. Nerón sigue haciendo de las suyas.