Pequeño observatorio

Aquellos bailes de agosto

La música impulsa el cuerpo hacia arriba, como si mi peso hubiera desaparecido

JOSEP MARIA ESPINÀS

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Uno de los recuerdos de cuando yo era adolescente es el de las fiestas mayores. Y sobre todo los entoldados. Sin carpas, me habría parecido que el verano no había pasado por Argentona. Comprobábamos como se iban alzando los mástiles y después las paredes de ropa, las «velas», decíamos, como si aquello fuera un extraño barco sin popa ni timón.

Los tejidos, de anchas franjas de colores, cerraban el improvisado recinto, y el conjunto podía evocar los míticos barcos orientales. Aquellas naves egipcias, o de dónde fuera, ahora ancladas y convertidas en palacios del sudor. Dentro aquellos inmóviles barcos varados en la plaza Major de Argentona había un fatigoso oleaje de abanicos.

Cuando yo aún tenía pocos años salí alguna vez a bailar en la carpa. Porque mamá me decía: "¿Por qué no sacas a bailar a Montserrateta?" Era una cortesía con los padres de Montserrateta, amigos de casa.

De mayor, me ha gustado bailar. Era cuando ya me enamoré de los ritmos, una seducción que se ha mantenido, e incluso crecido. Pero he bailado pocas veces. Ya con muchos años a cuestas, un verano me quedé admirado, y quizás envidioso, cuando en una cena con músicos en el hotel Almadrava, mi editora y su marido salieron a la pista. Habían hecho prácticas en serio de baile y lo demostraban con una seguridad y una elegancia que me hipnotizaba.

Una enciclopedia me dice que bailar es "ejecutar una sucesión regulada de pasos ordinariamente de acuerdo con un ritmo de canción o de composición instrumental ..." Seguramente es así. Pero es solo una descripción física. Porque si a mi me gusta el baile es porque me transporta y me mantiene, en otra esfera sensorial, donde los movimientos se afinan. Parece que la música me impulsa el cuerpo hacia arriba, como si mi peso hubiera desaparecido.

El baile como otra manera de respirar.