Algo peor que la soledad

Ya no cuenta a nadie que un día fue feliz. Que tenía casa, familia, celebraciones y paz. Que sus preocupaciones eran el futuro de los hijos. El suspenso en matemáticas del niño. Las faltas de conducta de la niña, siempre tan parlanchina. La tienda iba bien. Incluso pensaban en ampliarla. Hasta que todo se desmoronó. Primero fue el miedo. Después, las bombas. La esperanza aún resistía. Hasta que murió él, el más pequeño. El niño que siempre corría. El niño que cayó acribillado en la calle. Cuando creían que ya no tenían nada, emprendieron el viaje. Pero se equivocaron. Aún podían perder la inocencia de los hijos que les quedaban. Su niña de 15 años fue violada por el camino. Y su niño de 17 tiene las pupilas impregnadas de odio.

Ella los mira y ve el reflejo de su impotencia. Si una madre no puede proteger a sus hijos, ¿de qué sirve? Cuando todo empezó, aún podía abrazarlos. Ahora ya no hay brazos que puedan protegerlos de sus mentes. Un afgano refugiado de 17 años hirió a varias personas en un tren. Murió abatido por la policía. Un joven de 19 años degolló a un párroco en Normandía. Murió abatido por la policía. Otro joven sirio cometió un atentado suicida en Ansbach. ¿Podía haber sido su hijo cualquiera de ellos? ¿Ha respirado, comido, olido suficiente odio para vomitarlo en una locura de sangre? ¿Hay salvación para él?

Todo ha cambiado a su alrededor. No conoce las calles donde vive, no entiende el idioma, no distingue los rostros, no hay vecinos, ni amigos, y los suyos ya no sabe si son los suyos. No cuenta a nadie que mira a sus hijos y no los reconoce, que teme por ellos, que teme por ella misma. Las palabras ya no sirven. Las miradas son furtivas. Y el silencio entre ellos es cada vez más pesado. Más espeso. Nunca imaginó que podía haber algo peor que la soledad.