Los procesos soberanistas

¿Y ahora qué?

La demanda de independencia se debilita sin una reforma electoral y un control político de la economía

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DAVID MACKAY

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La traición por parte de la más alta representación política del pueblo no es un asunto banal. Tres décadas interpretando el papel del dios Jano de dos caras tienen que acabar por fuerza produciendo un efecto metastásico de desaliento a pesar del deseo de algunos de ver en la caída de Jordi Pujol solo un incidente personal, aunque más bien parece una tragedia shakespeariana. Las consecuencias requerirán tiempo para un resurgir de las cenizas.

No es ninguna utopía considerar que EscociaCatalunya y otros pertenecen a la vanguardia de una Unión Europea mejor. Sin duda, esto también requiere tiempo para alcanzar un objetivo común. La independencia no se puede confundir con el fast food. La demanda de una cierta independencia se debilita si ponemos el carro delante de los bueyes. En otras palabras, lo primero que hace falta es una reforma democrática del sistema electoral. Esto nos permitiría no seguir como hasta ahora y demostrar la voluntad de un voto más democrático por la independencia.

Ya se hacen movimientos para conciliar las diferentes opciones que enriquecerán el proceso hacia una democracia real, combinando el necesario impulso emocional con la objetividad de los hechos. Si miramos atrás nos damos cuenta de que el conflicto histórico entre la ciudad y el campo ha dejado un residuo del antiguo poder político de los terratenientes que formaban la corte del país. Después, esos terratenientes se trasladaron a la ciudad, donde conservaron su influencia dentro de la burguesía. Se puede considerar que aquí radica la causa de la desigualdad actual entre el voto urbano y el voto rural.

Esto significa una reforma radical de la estructura electoral para alcanzar una democracia parlamentaria y municipal más plena. Cada ciudadano debe tener contacto directo con su representante, elegido por la circunscripción correspondiente. Se puede conseguir una representación proporcional a través de la elección cuidadosa de una de las muchas variantes que hay en Europa, normalmente con el añadido de unos cuantos escaños para equilibrar los porcentajes entre partidos.

La democracia real requiere que los votos de todas las personas tengan aproximadamente el mismo valor. Si en Catalunya hay 5.400.000 personas con derecho a voto para 135 parlamentarios, entonces cada circunscripción debería estar formada por unos 40.000 electores que elegirían a su candidato. El que ganase (que puede incluso ser un independiente) sería su representante común en el Parlament. La cuestión es adaptar el tamaño de cada circunscripción según esto. Dado que con el tiempo la población varía, puede que de vez en cuando fuera necesario reajustar un poco algunas circunscripciones.

Los partidos políticos son necesarios para identificar diferentes bases ideológicas, pero cuando el núcleo profesional interno de un partido sacrifica la propia ideología a cambio de poder, la democracia se resiente. Ha llegado la hora de reconocer que la democracia tiene unos límites geográficos que hay que comprender, y que el centro del poder político no puede estar ni demasiado lejos ni demasiado cerca.

Muchas de las naciones europeas sobredimensionadas sufren los efectos de que las zonas perimetrales -o antiguos países- lejanas a la capital se sienten poco comprendidas, e incluso maltratadas. Edimburgo está a 615 kilómetros de Londres; Barcelona, a 621 de Madrid. «El referendo sobre la independencia de Escocia no es, en el fondo, un voto sobre Escocia, es un voto sobre Londres» debido a la «centralidad londinense de la toma de decisiones», escribía el profesor Dorling en el New Statesman del 29 de agosto. En Catalunya hay un voto del  similar.

Es precisa otra batalla para despojar a la oligarquía financiera y sus títeres de unos privilegios que no se han ganado y para volver a invertir razonablemente en la producción de conocimiento y servicios sociales, y en concreto la educación y la sanidad públicas. Y eso debería pasar por un control político sensible sobre la economía.

Ahora mismo resulta más fácil poner la carga fiscal sobre las clases trabajadoras y medias y dejar escapar a los más ricos. Según escribe el economista francés Thomas Piketty en su reciente libro El capital en el siglo XXI, el primer paso es hacer pagar impuestos a aquellos que reciben una gran herencia, por aquello de que dinero llama a dinero, y luego gravar los rendimientos de los grandes capitales, sobre todo los de aquellos pocos que poseen más que el PIB de muchos estados. Ha llegado la hora de una observancia estricta de los derechos humanos, que incluya un hogar y trabajo con un salario digno para todos, y la igualdad de derechos para todos sin restricciones económicas.

Traducción del inglés de Maria Lucchetti.