Di adiós al Barça, baby (4)

El cuarto propósito de Carlos Zanón. Y el más difícil de todos. Quiere defender su derecho a la indiferencia. A que le dé igual

POR CARLOS ZANÓN

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Siempre fui del equipo grande de la ciudad y me gusta ganar. Mi padre ya lo era, culé, y el resto de familia también. No estoy seguro si le gustaba que sintiera esos colores, porque siempre me avisaba que no iba a soportar que fuera un fanático. Lo fui de crío -y lo aceptó- pero me curé con el tiempo. Cuando descubrí que habían mejores y más inteligentes asuntos que tu equipo de fútbol: cosas como las chicas, el rock'n'roll, las chicas, los libros, las chicas y también las chicas. Pero seguiré siendo sincero con usted -mi lector, mi hermano-, si el Barça pierde me cuesta no ponerme de mal humor. De crío, recuerdo llorar cuando Neeskeens se metió un gol en propia meta que significó el empate con el Atlético y que este ganara la Liga. Sentí el dolor de la derrota ante equipos ingleses y ante el Burgos, ante el Madrid y ante el Granada. Rompí un palo de bandera contra la pared de mi habitación porque mi padre incumplió su promesa de llevarme a ver un Barça-Sevilla (3-3). Luego, mi padre vengó al palo de la bandera, pero esa es otra historia. Perdí la inocencia no cuando supe que los Reyes eran los padres sino cuando Gaspart juró que Maradona no se iría al Nápoles. Y tuve mi momento Nick Hornby al abrazarme a mi padre cuando Zuviría marcó el tercer gol al Anderlecht. Le parecerá poco pero llevaba un año escondiéndome de mi padre porque mi madre le había encargado que me explicara la reproducción sexual en los mamíferos superiores. Rehuía estar a solas con él pero ese abrazo abrió brecha en mis defensas y mi padre aprovechó la oportunidad:

-Goooolbueno ya sabes cómo va aquellogoooool...

-Gooooolsíiiiii...

-Pues ya está explicadogoooooool...

De acuerdo, no fue la clase de sexualidad perfecta, pero al menos lo gestionamos en pleno orgasmo locaza. Les explico todo esto para que sean conscientes de que la decisión a tomar el próximo septiembre es harto difícil: dejar de ser del Barça.

No es porque ya ganemos casi siempre. Porque solo nos faltaba eso a los catalanes que, en secreto, sostenemos la teoría de que todas las cosas buenas del mundo -las pirámides de Keops, Madame Curie o Beyoncé- esconden un apellido catalán o, al menos, alguien que una vez veraneó en Cubelles. Ni tampoco por el posicionamiento político ni social de la entidad. Ni por las horas de tele que son necesarias para saber si Messi está enfadado o qué es un falso 9. Dejo de ser del Barça en defensa no ya del derecho a la disidencia sino del derecho a la indiferencia. Vamos, que reivindico que me dé igual. Que no hay para tanto, ciudadanos.

Después de ver una temporada entera de programas sobre: peñistas, tertulianos que no soportarían el test de alcoholemia más amable de la Urbana, escuchar a comentaristas de TV3 -¿alguien clonó a Pichi con diez años menos para aprovechar sus trajes?-, las declaraciones de los aficionados a la salida del Nou Camp y ruedas de prensa así como huestes devastadas por la crisis con camisetas oficiales por las calles de mi ciudad, la cuestión es: ¿hay alguien ahí, Mcfly…?

Ni tan siquiera exijo un respeto

-yo estuve en Sevilla- ni denuncio que la retransmisión de la rúa que colapsa mi ciudad y sus televisiones, convierte una representación de teatro japonés Nó en un corto de Pixel. No. Yo solo quiero que me dejen ser indiferente ante la Verdad, ante el Dios Único, ante el Vencedor. En decisiones de tal calado siempre hay un momento epifánico. El mío fue hace poco. El 6 de junio de 2015, para ser exactos. Final de Champions que mi pronto exequipo ganó a la Juventus. Estaba en un bar con amigos y conocidos y desconocidos y las camadas de todos ellos -todos cachorros guapos, con su camiseta correspondiente y a dos centímetros de la pantalla de plasma más grande que la Tierra conoció-. En uno de los tramos del partido, ganando ya, la gente empezó a cantar el himno del Barça. Yo no. No por nada: soy así. Introvertido. Las cosas las vivo hacia dentro, ya sea un concierto de Nick Currant o un espectáculo de striptease. En un momento dado, uno de mis amigos, un gran tipo, bonachón y generoso se giró hacia mí con una mirada turbia e inquisidora que jamás le había visto antes. Le indiqué mímicamente que qué pasaba. Él abrió la boca y me espetó: «¿Y tú por qué no cantas?». A lo que contesté, intimidado: «Ya canto, pero por dentro». Mi amigo cruzó la mirada con otro de mis supuestos amigos, quien le hizo un gesto muy berlinés año 1951. Después todos se fueron a Canaletes a compartir sudor, quemar banderas, dar saltos y defenestrar material urbano y yo recogí a mi familia para leer la Torá y empezar a cavar túneles debajo del parquet mientras recordaba la escena de la cervecería de Cabaret cuando un niño rubiales empieza a cantar Tomorrow belongs to me y lo que es, en su inicio, un acto festivo y espontáneo acaba siendo un karaoke terrorífico de lista negra. Mi idea de pasarlo bien no es tener a miles de vecinos preguntándome ¿por qué no quieres que todo el mundo viva en armonía y feliz como los qataríes? ¿Por qué eres raro? ¿Por qué no te normalizas? ¿Es que no te gusta pertenecer al grupo de los mejores, de los que ganan? ¡Viva el Martinenc!

Y MAÑANA: 5. Todo el mundo tiene un festival policial (menos mi mono y yo).