Dos miradas

Un adiós

Antes del homenaje, piden que la gente que asista lleve una flor. Las depositan, una a una, a los pies de la bicicleta que la mujer usaba

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JOSEP MARIA FONALLERAS

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Una mujer joven, combativa, solidaria, activa desde la tribuna política y en la trinchera de las luchas vecinales, muere después de una enfermedad fulminante. La familia, que la llora en privado, decide rendirle un homenaje que algunos podrían calificar como funeral. Es más que eso: se convierte en una ceremonia que deja de lado las restricciones de la liturgia y acaba siendo un detallado informe -sentido y emotivo- de las virtudes que la mujer tenía en vida. Se hace en una iglesia (era creyente) y la preside un sacerdote, pero no es una plegaria religiosa. El sacerdote está como anfitrión, sin el hábito que lo define.

La trascendencia viene dada por todos aquellos que hablan de la mujer y de las cosas que hizo: antiguos compañeros de estudios, activistas sociales, educadores, vecinos, políticos que compartían su ideal y políticos que discrepaban, inmigrantes que ella acogió, amigos. Y la familia, que habla de la esposa y de la madre. Antes del acto, piden que la gente que asista lleve una flor. Las depositan, una a una, a los pies de la bicicleta que la mujer usaba. La escenografía, entonces, se convierte en un estallido vegetal que no puede evitar el llanto, pero que infunde algo parecido a un consuelo perfumado.

Después de la ceremonia de despedida, llevan las flores a la pared del cementerio de Girona que evoca las víctimas del franquismo. Todavía están allí, quizá mustias, aún con el eco de un combate que no desfallece.