700 ostras

ISABEL COIXET

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Cada día nos vemos invadidos por cientos de miles de frases cortas pretendidamente filosóficas (lo que yo llamo lecciones de vida by IKEA) cuyo fin, al parecer, es hacernos mejores seres humanos. Camisetas, chapas, cuadros, tarjetas, pintadas, tuits, instagrams nos instan a deshacernos de lo superfluo, a indagar en nosotros mismos, a reflexionar sobre las estrellas, los gatos, las nubes, los kleenex, el vino, los hombres, las mujeres, el sexo y, sobre todo, las puestas de sol, que siempre han dado mucho de sí a nivel reflexión. No digo que me parezca mal, yo misma he colgado frases de gente a la que admiro en mi mesa de trabajo para intentar aplicarme el cuento. Pero lo cierto es que mirar un recorte amarillento con un pensamiento brillante e intentar incorporarlo a la vida diaria es tan difícil como domar a un rinoceronte o leer a Joyce en islandés. Siempre he acabado por arrancar la frase, tirarla a la papelera e intentar tirar p’alante sin ceñirme a axiomas de ningún tipo, con funestas consecuencias, claro está, pero en ningún modo menos funestas que cuando tenía la frase de Confucio delante de mis narices todo el santo día.

Pero resulta ya casi imposible circular por el mundo sin tropezarse con el consabido retuit de una vieja máxima de Steve Jobs o la reproducción en una camiseta de Bershka de un haiku de Lao-Tsé. El éxito del negocio que está haciendo el escritor y filósofo Alain de Botton con su School of life en Londres se debe en parte a esa sed que sentimos casi todos por disponer de un conciso manual de instrucciones a modo de farol para no perdernos demasiado en el laberinto de nuestras vidas. Pero lo cierto es que el aprendizaje de la vida no puede resumirse en 15 prácticas lecciones y unos cuantos tests de inteligencia emocional. Por mucho que queramos controlar nuestro camino y dominar nuestras emociones, la complejidad de la naturaleza humana (aunque nuestra voluntad de ser mejores, alimentada por libros, piezas de arte, ensayos o discursos, está siempre latente) convierte cualquiera de nuestros actos en algo imposible de definir o impulsar con una máxima sacada de un refrito condensado de Spinoza. Y no impide que la mayoría del tiempo nos sintamos aturdidos, confusos y perplejos.

Todas estas reflexiones me las hacía en la barra de un bar de ostras del barrio neoyorquino de Williamsburg, en Brooklyn, mientras esperaba a una amiga que se había perdido. El lugar en cuestión donde habíamos quedado es uno de esos sitios de moda, famoso por sus ostras, encantador, ruidoso, oscuro y con camareros altivos salidos de un cásting para una fragancia de Armani. Tras la barra, un par de chicos mexicanos se afanaban en abrir ostras sin parar. Les estuve observando durante media hora, inclinados sobre las enormes bandejas, preparando con delicadeza la base de hielo en la que iban colocando los moluscos, sin apenas levantar la cabeza y limpiándose las manos continuamente. Le pregunté a uno de ellos cuántas ostras abrían al día. "400 los días de cada día y hasta 700 los fines de semana", contestó. "¿Y a ti te gustan las ostras?", volví a preguntar. "Nunca las he probado", me respondió con una sonrisa. "Un día de estos…".