a pie de calle

Confidencias frente al cenicero

Una mujer apaga una colilla en el gran cenicero de la entrada del Hospital del Vall d'Hebron.

Una mujer apaga una colilla en el gran cenicero de la entrada del Hospital del Vall d'Hebron.

JOAN BARRIL

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Dicen los sabios que la salud es la ausencia de enfermedad. Pero a menudo la salud es algo más serio, porque tal vez todos estamos enfermos pero lo ignoramos. Y, sin embargo, nos falta algo que los médicos no nos pueden dar. Es el caso de los niños. Un niño enfermo no sabe que lo está. Probablemente, a ciertas edades mínimas, el niño ni siquiera sabe que tal vez acabará muriendo. El tiempo de la enfermedad infantil es una antesala de lo desconocido. Los niños enfermos sufren. Pero para ellos el sufrimiento es una forma de vida que se trasluce en los ojos de sus padres y de la gente que va a contemplar su agonía a horas convenidas tras los cristales de una cámara cerrada y estéril. Porque el niño enfermo no puede estar solo. Y es entonces cuando la soledad y la desesperación se delegan en los padres.

Coincido fuera del recinto del Hospital del Vall d'Hebron con una voluntaria. Se hace llamarCuqui Sarrias. En su vida profesional es una experta ejecutiva de una institución bancaria, pero una vez a la semana y junto a un compañero de la misma asociación -la AFANOC, Associació de Familiars i Amics de nens Oncològics de Catalunya- van a visitar a esos enfermos. Su misión es doble: por una parte jugar con los niños enfermos, por la otra liberar a los padres de la enorme angustia.En esas pequeñas celdas donde los cuerpos mínimos se enfrentan a las grandes esperanzas, los médicos son las estrellas, pero esos voluntarios son los albaceas de la vida. La muerte es una gran injusticia. A veces hay que ir muy lejos, a países lejanos, a dunas inhóspitas y a junglas ponzoñosas. Pero la muerte no sabe geografía. Y esos voluntarios entran armados de su pequeña tarjeta identificadora y dan lo único que tienen: tiempo y abrazos y una enorme tenacidad de hacer ver que no ven. La voluntariaCuqui Sarriassabe que distinguir entre la mirada contenta de un niño y la mirada húmeda de los padres. A veces, cuando el juego de la vida ya no da más de sí, la madre se aferra al brazo deCuquiy se la lleva lejos del hospital para poder compartir ese cigarrillo letal junto al cenicero de todas las esperanzas. «Me han dicho que mi hija va a morir. Gracias por todos los días que nos has dado». A veces lo mejor del alma humana se encuentra en esa nube blanca del tabaco proscrito y uno piensa si, realmente, esos voluntarios del cenicero son tan insolidarios como la ley y los medios intentan describir para estigmatizarles.

Cuqui Sarriasme cuenta mil historias de niños con los que jugó hasta que el juego se quedó sin más contrincante que la muerte. Mientras tanto los padres, verdaderos héroes silenciosos del dolor, van a reponer fuerzas a las casas cercanas dónde AFANOC va a proporcionarles algo parecido a un hogar -La Casa dels Xuclis- o las casas que la fundación Ronald McDonald, los de las hamburguesas, han ido construyendo gracias a sus pequeñas huchas transparentes. Nadie se preocupará del agudo sentimiento de impotencia de esos voluntarios. Han traído una parte de sus vidas aquí, para compartirlas con aquellos que se irán sin más memoria que las sábanas blancas y la sonrisas de unos desconocidos. Todo eso me lo cuentan entre silencios aspirados frente al cenicero de la Vall d'Hebron. La muerte de un niño siempre es una injusticia. La transmisión de la alegría póstuma, en cambio, es uno de los gestos que nos dignifican como especie.