La rueda

Un policía en cada boda

JOAN BARRIL

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Curioso tiempo este en el que se penalizan los matrimonios llamados «de conveniencia». En primer lugar: ¿cuántos matrimonios se fundan sin tener en cuenta la conveniencia de fundarlos? Cada casa es un mundo, dicen. Pero lo es desde los propios cimientos de ese mundo. En segundo lugar: ¿cuántos matrimonios se mantienen por razones que van más allá de la pura y cobarde conveniencia? ¿Existe alguna ley que establezca que el matrimonio se encuentra en trámites de disolución cuando la pasión ha desaparecido, cuando la ternura es una simple rutina de los gestos o cuando lo único que une a los casados es algo tan espiritual y erótico como una mera hipoteca? ¿Qué diríamos si se presentaran los Mossos d'Esquadra en el domicilio de esas parejas que ya no se quieren demasiado dando por finiquitado su contrato y permitiéndoles la libertad de continuar aguantándose o de buscarse una nueva vida donde demostrarse que a menudo la soledad es un estadio superior de la soledad en compañía?

Y, sin embargo, los matrimonios de conveniencia se ceban en aquellos que se necesitan. Se nos dirá que lo que pretende la acción de la justicia es evitar que haya terceros que hagan negocio de esa necesidad. Antes se les llamaba alcahuetes. Ahora basta con que medien en el conocimiento de nacional y extranjero. O sea, lo que pretende el Estado es evitar que esa pulsión llamada amor culmine en el lecho de la curiosidad o del deseo. No es la aplicación explícita de una ley racial, pero es evidente que no se aplica a los matrimonios entre español y noruega o entre español y griega, porque de ser así hasta el propio Rey de España sería considerado un sospechoso de matrimonio de conveniencia. Al fin y al cabo, ¿cuántas dinastías europeas no han vendido a sus hijos e hijas por la conveniencia de ampliar sus territorios?

Por fortuna, despenalizado el adulterio, el amor ya no necesita leyes que lo certifiquen.