Los jueves, economía
Gitanos, inmigración y crisis
Los inmigrantes aportan un beneficio macroeconómico y es imposible imaginar la Catalunya del futuro sin ellos
Josep Oliver Alonso
Catedrático de Economía Aplicada (UAB) y codirector de EuropeG.
JOSEP OLIVER ALONSO
Parece que los europeos no vamos a ser capaces de evitar, por la crisis económica y sus angustias, el renacimiento de la xenofobia y el racismo. En Francia, Sarkozy lanza su cruzada contra los gitanos búlgaros y rumanos. En Suecia, la ultraderecha ha entrado en el Parlamento con un agresivo discurso contra la inmigración. Y lo mismo sucedió anteriormente en Holanda. En Alemania inquieta que Theo Sarrazin, miembro hasta hace pocos días del Bundesbank y destacado militante socialista, acusara a los turcos, entre otras lindezas, de falta de voluntad de integración. Y aunque la mayoría de la prensa germana se ha posicionado en contra de sus tesis, las encuestas muestran un nivel de aceptación de estas cercano al 30%. En Italia, nada nuevo bajo el sol. Pero el año pasado ya Berlusconi se despachó con unas medidas no muy distintas de las de la presidencia francesa. Y en Catalunya el PP ha visto en la agitación de un supuesto malestar contra la inmigración una cataplasma para sus malas perspectivas electorales. Y los resultados de algunas encuestas sugieren que, quizá, Alicia Sánchez Camacho no está del todo descaminada.
Ante esta ola de populismo, xenofobia y demagogia que nos invade, ¿qué hacer? En primer lugar, y por encima de todo, ser honestos con nosotros mismos y evaluar seriamente los beneficios, y también los costes, del proceso inmigratorio. En el ámbito de estos últimos, no hay que echar en saco roto la pérdida de bienestar, individual y colectivo, de barrios o municipios donde se ha producido un proceso de creciente guetización inmigrante. La ley de barrios me pareció un intento loable de abordar parte de los problemas. Pero, probablemente, su alcance financiero fue limitado por las restricciones presupuestarias de un injusto sistema de financiación de la Generalitat. Dado que la inmigración genera un saldo positivo, a favor de los nativos, entre la contribución de los inmigrantes y el uso que ellos efectúan de los servicios públicos, una política de integración adecuada debería destinar el grueso de esos recursos a los ámbitos territoriales donde la inmigración más se concentra. Y ello es especialmente cierto en la política educativa, que debería distribuir a los inmigrantes más allá de su barrio de residencia, para evitar una acumulación excesiva que impida una correcta integración de esa nueva generación de hijos de llegados de fuera. Como puede verse, los costes que genera la inmigración son, en su mayoría, individuales.
Por lo que se refiere a los beneficios, estos tienen un carácter colectivo, macroeconómico. Ya he indicado el primero: la inmigración, hasta el inicio de la crisis, se ha pagado su estancia en España generando más ingresos públicos (por impuestos y, en especial, por cotizaciones sociales) que los gastos públicos por ella absorbidos, de forma que ha aportado cerca del 25% del aumento del IRPF, el IVA, los impuestos especiales y las cotizaciones sociales. Este sesgo a nuestro favor deriva de su especial estructura demográfica (en el 2009, en Catalunya cerca del 63% de la inmigración de entre 16 y 64 años tenía entre 25 y 44 años, frente al 45% en los nativos). En segundo término, su contribución al avance del bienestar: entre el 2000 y el 2007, su aportación explica en torno al 40% del crecimiento del PIB catalán, y alrededor del 35% del español. En tercer lugar, la complementariedad en el mercado de trabajo. La fuerte expansión del empleo entre 1996 y el 2008 (desde los 2,1 a los 3,4 millones de puestos en Catalunya) refleja tanto la notable aportación de la inmigración a ese aumento (un 52% del total) como, en especial, la sustitución de nativos en los trabajos menos cualificados. Finalmente, el choque inmigratorio ha supuesto un rejuvenecimiento de nuestra maltrecha demografía. Entre 1996 y el 2009, los catalanes de 16 a 34 años retrocedieron en cerca de 460.000 personas, resultado del colapso anterior de la natalidad, al tiempo que los de 35 a 64 aumentaron en 300.000. Este envejecimiento de la mano de obra potencial se compensó, parcialmente, por la entrada de unos 465.000 inmigrantes de 16 a 34 años (a los que hay que añadir otros 450.000 de 35 a 64). Incluso hoy, con el paro existente, la inmigración representa casi el 20% del empleo en Catalunya (unos 600.000 puestos de trabajo), y cerca del 26% de los ocupados jóvenes (de 16 a 34 años).
El debate a plantear no es sobre si necesitamos, o queremos, la inmigración. Justamente porque ha cubierto nuestro vacío demográfico, la inmigración está aquí para quedarse, porque un país que decidió no tener hijos decidió también, quizá sin saberlo, tener inmigración. De hecho, no podemos pensar la Catalunya del futuro sin los inmigrantes: representan ya casi el 30% de la población activa de 16 a 34 años. El reto es continuar insistiendo en una integración que evite que lo que son beneficios colectivos acabe percibiéndose como costes por una parte de la población. Todos nos hemos beneficiado de la inmigración. Todos debemos contribuir a asumir los costes de integración que genera.
Catedrático de Economía Aplicada (UAB).
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