Dos miradas

Pizca de azar

JOSEP MARIA FONALLERAS

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Llevo años jugando al Catán, pero este verano he empezado a hacerlo con todos mis hijos. Sobra decir que se han enganchado con una devoción similar a la religiosa o la del ludópata. Eso sí, dentro de los márgenes familiares de los juegos de mesa. Para quien no lo sepa. Los Colonos de Catán, en nomenclatura oficial, es una isla con forma de hexágono relleno de hexágonos que proporcionan materias primas para que los jugadores lleguen a conquistar el objetivo, evidente, de colonizar el territorio. No es el momento ni el lugar de explicarles las reglas. Solo puedo decir que crea adición, que siempre es distinto y que ayer se presentó, en La Pedrera, la edición en catalana traducida por uno de los hombres que más sabe, en este país. Oriol Comas resume así las virtudes: «Es simple, pero no evidente; accesible, pero estratégico; con la pizca exacta de azar para poder excusarnos de una mala partida».

Este es un juego de apariencia amable, que casi dibuja un elogio de la civilización, una pedagogía del progreso, y que esconde una caja de Pandora de donde escapan sentimientos enfrentados y una lucha criminal que, a veces, excede de las fronteras de la distracción pacífica y calma. Y como también añadía Comas, «en una partida de Catán gana quien mejor sabe gestionar la generosidad». Gestionar y generosidad son conceptos moralmente antitéticos. Es decir, un pasatiempos apasionante para compartir con la familia.