Los días vencidos

La lectora particular

JOAN BARRIL

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Ayer murió mi gata. Y me di cuenta de que, en la escala de mis preocupaciones y mis dolores, la desaparición de mi gata cobraba más importancia que la sentencia del Estatut. Los dos acontecimientos eran previsibles: todos los seres vivos mueren y todas las sentencias tienden a dejar un panorama peor. Pero mi gata me miraba a los ojos, y el Tribunal Constitucional y su club de fans prefieren la confirmación de su anticatalanidad a la experiencia de saber qué es lo que pasa en Catalunya. Este guión forma parte de la pequeña tragedia en la que nacemos. La intransigencia de una cierta España y la miopía de una cierta Catalunya forman la pinza que condiciona nuestra capacidad de ser felices y dialogantes.

Nunca hablé con mi gata, pero durante muchos años la he tenido siempre muy cerca de mí. Se instalaba a un metro de donde escribía y atendía a todas mis dudas. La amistad con mi gata respondía a un afecto intelectual, porque sus ojos, rasgados al mediodía y clamorosamente abiertos durante la noche, eran una magnífica pizarra sobre la que dejarme fluir en la experiencia compartida de pensar.

Mi gata en realidad no era mía, porque las gatas ¿como las mujeres¿ jamás serán de nadie. La trajo hace años mi hijoLluís.Era muy pequeña entonces, blanca y atigrada y todavía asustada de su infancia en la calle, siempre buscando refugio debajo de los coches aparcados. Ella fue la que nos eligió como familia. Durante el primer día de su estancia en casa convoqué a mis hijos y les dije solemnemente que aquella gata tenía menos posibilidades de ser adoptada en nuestro domicilio que las de Turquía de ser aceptada como miembro de la Unión Europea. En aquel momento la bautizamos con el nombre de Turca. Y lo que son las cosas: Turca ha muerto en casa y Turquía continúa muy lejos de lo que es su continente natural.

El tópico insiste en la supuesta independencia de los felinos. Sin duda no demuestran la actitud sumisa de los perros, pero los gatos no pierden ocasión de demostrar algo que va un poco más allá de la simple relación alimentaria. Estoy seguro de que, en mi ausencia, Turca se acercaba a los papeles impresos y los leía con interés. De vez en cuando, Turca se tumbaba sobre el lomo pidiendo una breve caricia que nos hermanaba con todos los seres vivos. De su lento pestañear de ojos yo extraía la confirmación o el desagrado de mis precarias tesis. A veces Turca se daba importancia y caminaba por la minúscula repisa de la parte exterior del gran ventanal del comedor. A un lado el cristal, al otro el abismo. Y se sentía más querida que nunca porque ella ¿al igual que tantos hombres y mujeres¿ sabía que a menudo hay que poner el amor al borde del precipicio para que parezca más alto.

En los últimos tiempos de su vida sentía a veces su pequeño cuerpo enroscado sobre la colcha y no me hacía falta encender la luz para identificar ese ronroneo que buscaba el contacto de mi pie desnudo sobre su respiración angustiada. Si los gatos tienen siete vidas, Turca solo ha tenido una. Y me ha gustado compartirla como si ambos fuéramos orfebres de las piedras preciosas de la soledad.

Hay quien considera que los gatos forman parte del género de las mascotas, ese concepto que siempre implica la propiedad del humano sobre todo lo que se mueve. Turca no era mascota de nadie, sino compañera del silencio. Y hoy ese silencio ha dejado mi casa llena de un pequeño vacío. Incapaz de domesticarla, ella me domesticó a mí. Y ahora voy escondiéndome bajo los coches aparcados.