ARTÍCULO

ENRIQUE DE HÉRIZ: 'Ceguera deslumbrante'

ENRIQUE DE HÉRIZ

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

No soporto las novelas parabólicas. Cuando un escritor me quiere convencer de una hermosa idea sobre la humanidad y escoge hacérmela tragar con la píldora de una narración, me pongo de inmediato a la defensiva. Así me ocurrió en 1995, cuando apareció Ensayo sobre la ceguera, en espléndida traducción. Lo abandoné a las pocas páginas. Me sentía decepcionado. Si Saramago quería hacerme saber que los humanos somos ciegos simbólicos, que nos negamos a ver y que, encima, nuestra negativa es contagiosa, no hacía falta mandarse más de 400 páginas de novela. En un parrafito quedaba dicha la lección.

Diez años después, empecé a escribir una historia cuyo protagonista se quedaba ciego. Por rigor profesional, me pareció obligado regresar a Saramago, hacer acopio de paciencia y tragarme el mensajito narrativo aunque sólo fuera para no cometer ningún plagio inconsciente o involuntario. Como siempre que nos plantamos ante los sabios, lo que recibí en aquella segunda y desganada visita al texto fue una descomunal lección de humildad. ¡Ensayo sobre la ceguera era una obra mayúscula! Ni en cien vidas iba yo a poder escribir nada que le llegara a la altura del betún. ¿Qué había pasado? Lo que en la primera ocasión me había parecido la narración de una obviedad gazmoña y sosa, de pronto se me volvía dramático, importante a más no poder, definitivo. La leí de un tirón, con una pasión que sólo recuerdo de casos como Crimen y castigo. Y mi respeto por Saramago se multiplicó: el tipo había logrado lo imposible: escribir una novela que es claramente una parábola, una fábula simbólica (o sea, escribir lo que no debe escribirse) y triunfar en el intento. Conseguía que, más allá de un mensaje y una reflexión con los que es imposible no estar de acuerdo, me importase también el plano estrictamente narrativo, que no pudiera soltar el libro hasta estar seguro de cuál era el destino de cada uno de sus personajes. Y, sobre todo, daba una lección magistral sobre cómo un novelista puede (y debe) ser despiadado con la humanidad y piadoso con los hombres.

Hace apenas dos meses tuve el privilegio de ser invitado a Lisboa para el lanzamiento de mi novelita sobre el tipo que se queda ciego. «¿Alguna influencia de Saramago?», preguntaban inevitablemente todos los periodistas. «No ¿contestaba yo . Pero ¿añadía siempre la culpa es mía.»