Los días vencidos

Lugares fantásticos

TOÑO VEGA

TOÑO VEGA

JOAN BARRIL

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

A veces, paseando por el bosque, espero encontrarme con la casita de chocolate. En plena navegación tranquila suelo buscar por sotavento la famosa ínsula Barataria, donde los descendientes de Sancho Panza sin duda la deben haber convertido en un paraíso fiscal. En las noches de niebla espesa me gustaría ver los destellos del faro del fin del mundo o recibir una invitación para una cena desarmada en el castilllo de Camelot o en el lejano Shangri-La. Existen un montón de lugares que no se encuentran en los mapas y que, sin embargo, ayudan a mantener el equilibrio del planeta y el estímulo aventurero de la humanidad. En menor medida los enclaves que saltan fronteras constituyen también un pequeño enigma administrativo. Durante los años del franquismo, el hecho de entrar en Llívia cruzando unos kilómetros de Francia era una curiosa epopeya. Hay también el condado de Treviño, coqueteando entre Burgos y Álava, o el llamado Rincón de Ademuz, que vio nacer a Paco Candel. O la antigua ciudad hanseática de Königsberg, convertida por los rusos en Kaliningrado, por cuyas calles el filósofo Emmanuel Kant paseaba con tanta puntualidad que a su paso hacía poner a sus vecinos los relojes en hora.

Uno de esos lugares fantásticos ha sido para mí el peñón de Gibraltar, esa mole orográfica habitada por colonias de monos que llevan el nombre de la montaña que garantiza el dominio británico mientras quede un único ejemplar en sus laderas. El imperio británico se fundió, pero se ha cuidado de mantener en el mapa mundi pequeños puertos estratégicos en los que sus naves pueden repostar o repararse. En Gibraltar se habla inglés con acento andaluz, el dinero de colores se emblanquece y los submarinos nucleares van a sus talleres a pasar la ITV.

Y, sin embargo, a pesar de ese lustre antiguo, la derecha española no ha acabado de entender que Gibraltar bien vale un misa. Y que sería todo más fácil si los gibraltareños se vistieran como en los principios del siglo XVIII y Gibraltar se convirtiera al menos una vez a la semana en un agradable parque temático, y que en vez de los submarinos nucleares aparecieran por la bahía de Algeciras los galeones españoles y los clippers ingleses y hasta algún barco pirata para redondear la fiesta. Naturalmente, los españoles visitantes no precisarían pasaporte; les bastaría tener que entrar en Gibraltar embocados con capa ancha y tocados con tricornio, y así todo el mundo se dejaría ver en amistad de vecinos.

Hace años, en la SER, participaba en una tertulia de sabios políticos. Todos en Madrid y yo en la soledad de la calle de Caspe. En Madrid siempre son más sabios porque los tertulianos siempre han cenado o comido hace poco con el político del que se está hablando, mientras que el catalán solo acostumbra a cenar o comer con sus amigos. Salió Gibraltar, que se exhibe cuando no hay nada que decir. Ellos hablaban de un territorio real y yo, pobre de mí, continuaba en mi pequeña leyenda de Drake, del caballero Kame, de Menorca, o del buen bandido Dick Turpin. En uno de esos silencios me preguntaron qué opinaba. Se lo dije: «Yo solo sé que si fuera gibraltareño, jamás en la vida quisiera ser español». Bronca y escándalo. Por eso en España no se entiende la autodeterminación. Porque los territorios son siempre más importantes que las personas. Por eso no reconocimos a Kosovo. Por eso y porque esa palabra les recuerda a Ibarretxe y a Carod. Y eso no puede ser bueno. Para mí Gibraltar es un espacio mágico donde me esperan los monos.