Centenario de un conflicto

1914: la gran guerra

La conflagración hizo conscientes a los hombres de las insensatas reglas de juego a que estaban sometidos

JOSEP FONTANA

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En muchos países se ha mantenido la tradición de llamar «gran guerra» a la de 1914-1918, que hoy conocemos como primera guerra mundial. Y es que fue una guerra nueva y distinta, más mortífera que ninguna de las que se habían conocido hasta entonces en la historia de la humanidad: movilizó a 65 millones de hombres, causó la muerte de unos 20 millones entre militares y civiles, y heridas y mutilaciones a 21 millones más.

Para Fritz Stern, fue «la calamidad de la que surgieron las demás calamidades» del siglo XX. Para Peter Hart, «el acontecimiento más importante del siglo XX y el que ha dado forma al mundo en que vivimos hoy». Se inició por la incapacidad de las grandes potencias de negociar los problemas que las dividían, y una vez comenzada fue forzoso llevarla hasta el final, porque ninguno de sus participantes podía aceptar una derrota que significaría el fin de sus ambiciones.

Una gran parte de su terrible coste humano se debió a la incompetencia de los militares. Cuando comenzó el conflicto hacía prácticamente un siglo, desde Waterloo, que no había habido ninguna gran guerra global en Europa, si exceptuamos una confrontación localizada como la de Crimea (1854-1856), de la que perduraban en el recuerdo mitos como el de «la carga de la brigada ligera» cantada en los poemas de Tennyson y de Kipling.

De acuerdo con esta tradición, los militares ingleses esperaban obtener la victoria con una gran carga de caballería, que resultaba imposible porque los caballos no podían avanzar por los terrenos que la artillería había triturado, llenándolos de cráteres, y que estaban además atravesados por las trincheras. Hubo que emplear a un buen número de soldados en la tarea de preparar caminos para los caballos, rellenando de tierra los cráteres y construyendo puentes por encima de las trincheras, con el fin de establecer senderos señalados con banderitas de colores por los que pudieran pasar. El papel de la caballería lo asumieron en realidad los tanques, pero los generales no podían renunciar a una tradición milenaria y esperaron hasta 1918 la hora de la carga final.

No fueron menos graves los errores de los franceses, que lanzaban su infantería al ataque, a toque de trompeta, contra alambradas y ametralladoras que hacían imposible el combate cuerpo a cuerpo con la bayoneta. Que sus soldados avanzasen en línea, uniformados con unos pantalones rojos que los hacían fácilmente visibles, era un suicidio en masa que explica que tuviesen medio millón de muertos en los primeros meses.

Convencidos de que asentaban los fundamentos de una paz duradera, los vencedores se ocuparon de establecer un nuevo mapa de Europa, con unas fronteras inventadas que iban a conducir a que hubiera millones de muertos en los cien años siguientes por guerras y operaciones de limpieza étnica, como la de Srebrenica en 1995.

La más grave de sus consecuencias fue, sin embargo, la destrucción del viejo equilibrio social. Como ha dicho Salvatore Quasimodo, «la guerra reclama con violencia un orden inédito en el pensamiento del hombre»: a los que regresan de ella no les bastan las viejas certezas. La guerra había hecho evidente, en primer lugar, la insensatez de las reglas del juego social a las que los hombres estaban sometidos: les hacía conscientes de la monstruosidad de lo que habían aceptado con anterioridad.

Keynes sostenía, por su parte, que el crecimiento capitalista se había basado hasta entonces en un doble engaño. «Por una parte las clases trabajadoras aceptaban, por ignorancia o impotencia, (…) una situación en la que no podían reclamar más que una parte del pastel que ellas, la naturaleza y los capitalistas contribuían a producir». Mientras, los capitalistas podían llevarse la mayor parte, en la suposición de que en realidad comían muy poco y  ahorraban para contribuir al continuo aumento del pastel.

La guerra, añadía Keynes, había puesto al descubierto esta mentira.  «Es posible que las clases trabajadoras no quieran seguir por más tiempo en esta renunciación, y que las clases capitalistas, perdida la confianza en el futuro, tengan la pretensión de aprovechar plenamente sus facultades de consumir mientras les sea posible y aceleren de este modo la hora de la confiscación».

Los vencedores fueron incapaces de entender la necesidad de emprender grandes reformas. Las consecuencias de ello fueron el desbarajuste económico que acabó conduciendo a la crisis mundial de los años 30 y a un aumento de las tensiones sociales que se quiso combatir con fórmulas autoritarias como las del fascismo y el nazismo. El resultado de tantos errores fue que la paz durase tan solo 20 años y que los problemas pendientes condujeran a partir de 1939 a una nueva y más terrible guerra mundial.