Urnas sin democracia
Perseguir el legítimo fin de la independencia por medios que no lo son, como leyes y un referéndum de parte, supone una grave involución democrática
Enric Hernàndez
Director
Director de EL PERIÓDICO desde el 2010 y licenciado en Ciencias de la Información por la Universitat Autònoma de Barcelona. En 1998 se incorporó al diario como redactor jefe de Política en Madrid. Un año más tarde, asumió la jefatura de la delegación y, en el 2006, fue nombrado subdirector. También trabajó en 'El País' como director adjunto y en el diario 'Avui', donde inició su carrera profesional.
ENRIC HERNÀNDEZ
Cuando se manosea sin pudor o se empuña contra el adversario, la democracia pierde su significado más profundo. Proliferan en Catalunya los convencidos de que solo es democrático lo que hacen cuantos comparten su ideología, negando tal condición a quienes piensan distinto. La democracia debe ser un espacio en común, unas reglas del juego compartidas para dirimir civilizadamente nuestras discrepancias. Pero se está convirtiendo, metafóricamente o no, en un campo de batalla donde solo cabe la victoria o la derrota, sin capitulaciones ni armisticios. Donde no se toman rehenes.
Que democracia y urnas vayan de la mano no implica que sean sinónimos; no hay democracia sin urnas, pero con el señuelo de las urnas se puede impostar y pervertir la democracia. Bajo falsas banderas se han cometido en la historia todo tipo de tropelías.
Si en los sistemas representativos la revisión de las reglas de convivencia exige amplios consensos es, justamente, para proteger los derechos de las minorías. Y eso también es democracia.
Esta semana, la mayoría independentista no solo ha perdido las formasindependentista, despreciado a la mitad de los catalanes y amordazado a sus representantes en el Parlament. Dinamitando los consensos básicos, el secesionismo se adentra en la tenebrosa senda de la involución democrática. Lo hace en pos de un fin legítimo, compartido por muchos, pero por medios ilegítimos: leyes aprobadas a toda prisa, de espaldas a las minorías, y un referéndum que, por ser de parte, jamás será democráticamente homologable. Aún menos vinculante.
Fracaso de la política
La pugna entre la Generalitat y el Estado ya no versa sobre democracia, sino sobre apariencias democráticas. El separatismo pugna por una escenografía asimilable a unas elecciones para hacer creíble el porcentaje de participación que anuncie el 1-O, de imposible contraste. Y el Estado, con sus querellas y recursos, busca torpedear la logística del referéndum, reduciéndolo a simple protesta callejera.
La democracia es transacción, no imposición. Que este conflicto se dirima en calles y juzgados entraña un imperdonable fracaso de la política. De toda la clase política.
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