Con Gracia

El cocinero irlandés Paul Treacy con uno de sus socios, Josep Luís Sánchez, en el comedor del pequeño restaurante Con gracia. Foto: JOAN CORTADELLAS

El cocinero irlandés Paul Treacy con uno de sus socios, Josep Luís Sánchez, en el comedor del pequeño restaurante Con gracia. Foto: JOAN CORTADELLAS

Pau Arenós

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Extranjeros

Un catalán, un irlandés y un sueco. No se cuenta aquí un chiste, sino que se enumeran los propietarios del restaurante Con Gracia. El catalán Josep Lluís Sánchez, responsable de sala. El sueco Fredrik Blomberg, sumiller. El irlandés Paul Treacy, chef. Se conocieron en el Hotel Arts, se asociaron en julio del 2004 y abrieron Con Gracia, que está en el barrio de... Gràcia. ¡Basta de bromas graciencas! Existen el Toc de Gracia y O'Gràcia! Falta, por supuesto, Quina Gràcia.

Restaurante de talla mini, con ocho mesas, dirección semisecreta anotada en la agenda de clientes extranjeros: algunos hoteles de la ciudad les mandan comensales. Josep Lluís, amabilísimo, explica que un 25% de los que acuden a su casa llevan pasaporte. Esta crónica habla de la Barcelona guiri y rubia, paralela a la Barcelona indígena, una Barcelona que se expresa en francés, inglés, finlandés o italiano, la Barcelona del Erasmus y la del turista próspero del norte de Europa, pieles frágiles y nevadas.

La memoria catalana de Paul Treacey es mínima, así que su cocina no se funde con el territorio. Vive en Barcelona pero podría trabajar en Oslo. La suya es una cocina con códigos internacionales, apátrida, que se exportaría sin dificultades ni conflicto sentimental a otras plazas. Una pizca de Asia –bastantes–, otra de Francia e Italia; una tercera, tal vez escandinava y, por fin, un átomo de catalanidad.

A mediodía, Josep Lluís canta la minuta: sin carta, solo menú degustación de 3, 4, 0 5 platos. ¡Sorpresa! ¿Alguna alergia?

Valiente, vamos a por los cinco. Panes sin interés, de cereales y de cebolla. No se nota la hortaliza: cosa habitual, panes de cebolla sin rastro de cebolla. Dos aceites: de hierbas (muy amarillo) y extra virgen (muy verde). Mezcla de especias. Agua. Una copa de vino. Croquetas de morcilla: bien logradas, un aperitivo vicioso, una forma de refinar la chacina brutal.

Daditos de fuagrás, cebollino, aceite de trufa, a la que añaden una sopa de la misma víscera triturada y miso. Bueno, graso, denso, raro, japo-francés.

Cangrejo chatka cortado en sashimi, rociado con aceite muy caliente con sésamo; encima, salsa ponzu y ajo quemado. Nobu, el chef japonés multinegocio y súper mediático, cocía ligeramente un sashimi de ternera con una mezla de sésamo y aceite al rojo.

Lubina salvaje de Chile (ay, qué poco sostenible), ensalada de lentejas, seta shiitake y salsa teriyaki. A resaltar la cocción perfecta del pescado y la potencia del conjunto en boca.

Rollos de conejo, morcilla, envueltos con jamón; croquetas de polenta (gusto poco definido) y puré de ceps.

Pa de pessic (¿qué pasa con la preparación, se ha puesto tediosamente de moda? ¡En una semana, el postre en tres restaurantes!), cubierto con platano, mascarpone y gerds. Un amasijo, agradable pero indefinido.

El café. Y la factura: 39,59 euros. Por la noche, el mismo menú, 54 euros (sin IVA). Lo lamento pero hay algo que no convence. Cocina recomendable, platos con mixturas infrecuentes. Sin embargo, el precio... Materia cara, cierto, pero ya que al mediodía no eliges, ¿es posible mayor contención?