LOS RESTAURANTES DE PAU ARENÓS

Cafè 1907: una 'calçotada' de París

De izquierda a derecha, Toni Boada, Fabio Lozano y Xavier Sala. Foto: Danny Caminal

De izquierda a derecha, Toni Boada, Fabio Lozano y Xavier Sala. Foto: Danny Caminal

PAU ARENÓS

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[Este restaurante ha cerrado]

El Cafè 1907 es uno de los restaurantes más particulares de la ciudad, apartado del circuito, en la calle del Císter, enlomado a las estribaciones de Collserola.

En Barcelona hay un exceso de establecimientos encarrilados, pistas de Scalextric con platos cautivos, rutinarios, repetitivos, a los que se les ve la escobilla.

Xavier Sala corre por libre. Es un treintañero con memoria de septuagenario.

El edificio modernista del siglo XX y la terraza, tan disputada con el buen tiempo, ayudan a la atmósfera. Por histórica, la oferta es moderna: Sala no sacraliza el filete al Café de París y su rastro de mantequilla por modorra creativa, pereza o inconsciencia, sino con una firmeza de Torre Eiffel. Eso es lo que defiende. Eso es en lo que cree.

Cree en una cocina ecológica y de cercanía, de la huerta, de la 'llotja'. “Lo que vendemos es caro porque se trata de pescados cotizados, de subasta”, se disculpa.

Cree en el trabajo de sala, del que se ocupa Toni Boada, que flambea la 'crêpe' Suzette entre llamas azules ante el cliente pasmado.

Cree en George Brassens y en Auguste Escoffier y en la música y la cocina 'gargarizadas', que se agarran al cuello.

Cree en la melancolía y en la abuela Antoñita, que aprendió la receta del rape con Rondissoni, el discípulo de Escoffier en la Barcelona de los años 20 y 30. Me agradó ir, conocerlo, escuchar. De haber tenido un mostacho a lo César Ritz, me lo habría estirado de placer.

Tras atravesar la puerta –del tiempo– hasta el París de 1907 y colgar el canotier en una percha, pido que me lleven a la cocina con el propósito de ver cómo inician un proceso de la Edad de Piedra, unos puerros y 'calçots' en arcilla.

El cocinero Fabio Lozano estira el fango, empaqueta los bulbos precocinados (entre el verde y el marrón, una col protectora) y cuece la terracota en el horno. Gran carga telúrica en la acción y un vínculo con antiguas civilizaciones. “La idea es una barbacoa ilustrada, en la que no te manchas. La arcilla es la teja de la calçotada”, orienta Sala.

Otros chefs como Thierry Marx, Ignacio Echapresto, Jordi Garrido o Davide Scabin han experimentado con la alfarería culinaria, también como acto de deuda con la naturaleza. Sala acierta el doble porque el puerro y el calçot son arrebatados a ese suelo protector al que regresan.

En la sala, Boada abre el sarcófago y unta la verdura con romesco, en exceso. Sería interesante el comensal terminase la manualidad, sirviendo el rojo a su gusto. ¿Cómo es que los jueces de esos concursos de cocineros aún no han descubierto a Sala, un primitivo tan sofisticado?

Boada trabaja por tres porque también decanta a la antigua –con una vela para descubrir posos– el vino tinto Iugiter del 2006 (las copas no está a la altura del contenido). Ninguno de los platos es vulgar, al contrario, todos tienen un plus.

La mozzarella, qué buena, es casera, de leche de búfala de l’Empordà y mascarpone (demasiado aceite en el aliño).

El canelón, con pasta hecha en el Cafè, abraza la gamba entera, sin triturar. La lubina está horneada al derecho (sobre patatas y tomates) y servida al revés, con la capa encima, como un pastel.

El filete al Café de París y su salsa con 39 ingredientes y la 'crêpe' Suzette acaban por inclinarme.

Entiéndase la reverencia y el exceso de peso.

Atención: a las explicaciones en la carta sobre el origen de los productos.

Recomendado: para los que sienten añoranza del clasicismo y el trabajo de sala.

Que huyan: los que detestan la música francesa y el ambiente agabachado.