CRÓNICA TEATRAL

Pau Miró firma una magnífica 'Victòria'

obra de teatro victoria

obra de teatro victoria / periodico

JOSÉ CARLOS SORRIBES / BARCELONA

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Hay una frase de su protagonista que desnuda la esencia de 'Victòria', el último texto de Pau Miró (Barcelona, 1974) que ha estrenado y dirigido con gran éxito en la Sala Gran del TNC. "No soy de tener ideas o ideales, no me ha hecho falta. Te acostumbras a mirar hacia otro lado”. Lo dice Emma Vilarasau, que da vida a una mujer que se queda viuda en la Barcelona de 1951 -la de la huelga de tranvías por la subida del billete- en los días crudos, duros y míseros de la posguerra. Reflejan sus palabras el espíritu de derrota, de aplastamiento narcotizante, de los primeros años del franquismo en una sociedad asfixiada, moral y económicamente.  

A esa mujer le tocará dar un involuntario paso al frente. Tiene que hacerse cargo de la barbería de su marido en el distrito quinto, el Raval de hoy y el Barrio Chino de siempre. Ese obligado cambio abre una dolorosa y reveladora travesía que la conducirá, pese al miedo ante un entorno tan hostil y quizá por ello, a una victoria particular: la de la toma de conciencia.

Miró, ariete de la nueva dramaturgia catalana, ha debutado en la Sala Gran del teatro público con el paso firme que define su aplaudida trayectoria. De nuevo, una pequeña gran historia de perdedores, de personajes frágiles, a los que su autor cuida, no juzga, y dibuja con extrema sutileza. Son la viuda Victòria -el único personaje de quien sabremos su nombre-, un maestro republicano (Pere Arquillué), una excantante de music-hall (Mercè Aránega) y su hijo (Nil Cardoner), un falangista (Jordi Boixaderas), el cuñado de la viuda (Joan Anguera) y una joven (Mar Ulldemolins), cuya aparición desencadenará el conflicto. Integran un microcosmos lleno de secretos, silencios, verdades a medias u ocultas, traiciones, estraperlo y corruptelas en el que, por encima de todo, prima el instinto de supervivencia. Incluso afecta al falangista, el rostro de los ganadores.

APUESTA POR LA CONTENCIÓN

El Miró director apuesta siempre por la contención. En una primera parte expositiva, llega a dar la sensación de que la magnífica escenografía (una barbería en cinemascope) de Max Glaenzel casi aleja al espectador de una trama propicia para un espacio pequeño y cercano. Pero el tamaño de la Sala Gran obliga a tomar estas decisiones.También es contenido el trabajo actoral, acorde con una época para pocas bromas y con un formidable texto de lenguaje depurado, siempre perfilado y nada artificioso. Es el que usa el dramaturgo para tejer con mimo un necesario alegato contra el olvido y a favor de la memoria histórica, en el que no falta una alusión -actual a rabiar- a los desaparecidos.

Poco importan, o nada, algunas licencias que chirrían: la barbería tiene un lujo impropio de la escasez de aquellos tiempos y los funerales son oficiados al estilo del siglo XXI, con Vilarasau dirigiéndose al público recordando a los finados. Porque queda siempre por delante una panorámica mirada al pasado, apoyada en un reparto siempre en su sitio. Recordar la capacidad de Vilarasau, Arquillué, Boixaderas, Arànega o Ulldemolins resulta una obviedad, y es por ello que en una obra muy coral también se salen el más veterano (Joan Anguera) y el más joven (Nil Cardoner). Sus dos personajes se han escapado de una novela de Marsé, cuya sombra sobrevuela esta magnífica 'Victòria'.