EL ANFITEATRO

Una historia colosal contada en miniatura

Cantantes y unas marionetas minúsculas dan vida a 'Moisés en Egipto', de Rossini, en el Festival de Bregenz

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Rosa Massagué

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Gioacchino Rossini compuso ‘Mose in Egitto’ sobre el éxodo de los israelitas dos años después de haber estrenado su gran éxito, ‘Il barbiere di Siviglia’. El péplum bíblico subió por primera vez al escenario, el del napolitano Teatro di San Carlo, en 1818 y su estreno fue desafortunado. Lo que debía ser la gran escena final con el Mar Rojo abriéndose para que los israelitas pudieran pasar huyendo de las tropas del faraón no funcionó. El fin altamente dramático acabó por lo visto en escena cómica.

Más tarde Rossini escribió una nueva versión para París, ‘Moïse et Pharaon’, y la original cayó en el olvido siendo rescatada en muy pocas ocasiones y todas en el siglo XX (Montecarlo, Lisboa o Pésaro) dentro de la ‘Rossini-renaissance’ iniciada en los años 40. El Festival de Bregenz, en la parte del programa dedicada a presentar alguna rareza que se representa en el teatro cerrado, ha recuperado este año aquella versión original del relato bíblico.

Lo ha hecho, en una coproducción con la Ópera de Colonia rehuyendo la grandiosidad inherente a las historias bíblicas que tan bien se prestan a presentaciones monumentales. La dirección escénica de Lotte de Beer ha entregado la historia de aquel éxodo a Hotel Modern, un grupo holandés de titiriteros que trabaja con muñecos en miniatura mezclando artes visuales, música y video. Los titiriteros y los muñecos comparten el escenario con los cantantes.

Las figuritas, de unos diez centímetros, están hechas con alambre para el cuerpo y plastilina para la cabeza. Los tres titiriteros con aspecto de arqueólogos, están permanentemente en el escenario desde donde manipulan los muñecos y los distintos elementos que sirven de decorados en unas pequeñas cajas muy bien iluminadas para proyectar las imágenes en una pantalla gigante.

El trabajo de Hotel Modern combina muy bien con el movimiento escénico de los cantantes en un escenario casi desnudo. Los muñecos consiguen realmente emocionar en escenas como la violenta persecución de los israelitas o su huída como si fueran refugiados en patera. La separación de las aguas del Mar Rojo --aquí sí funciona--, es tan ingeniosa como simple. Un tanque de agua rectangular del tamaño de una pecera doméstica pequeña con un titiritero a cada lado que va echando agua. Proyectado en la gran pantalla, el resultado es espectacular.

La representación que ocupa esta crónica tuvo sin embargo un problema musical. Era a las once de la mañana y durante la primera parte costaba mucho  arrancar, tanto a la orquesta, la Sinfónica de Viena que dirigía Enrique Mazzola, como a las voces. Cuestión de biorritmos. Tras el descanso todo cambió y entonces apareció Rossini con toda su riqueza, el Rossini brillante de los años de los grandes éxitos interpretado con brío.

El bajo Goran Juric fue un Moisés vocalmente potente, pero demasiado encorsetado. El bajo-barítono Andrew Foster-Williams era un Faraón muy lírico. Pese a un pulido necesario, sorprendieron muy positivamente los dos tenores, el surafricano Sunnyboy Dladla (Osiride) y Matteo Macchioni (Aaron), el primero en particular con un timbre y un color que recordaban al de Juan Diego Flórez. Muy rossiniano. Completaban el reparto Mandy Fredrich (Amaltea), Clarissa Costanzo (Elcia), Taylan Reinhard (Mambre) y Dara Savinova (Amenofi).  El coro era el de la Filarmónica de Praga.

Pese a lo temprano de la hora y el problema que ello planteaba, este Rossini bien valía el esfuerzo.

Ópera vista el 23 de julio.