Análisis

Una figura colosal, un artista de 360 grados

LUIS TROQUEL

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Si en los años 60 las canciones de Peret trascendieron su racial ámbito al colarse en boîtes y discotecas, recién inaugurados los 70 su figura se hizo omnipresente en televisión. Con todo lo que eso significaba cuando no había mandos a distancia y solo emitía TVE. Incluso llegó a protagonizar un capítulo entero de un programa especial de casi una hora que solo tuvo tres entregas; una dedicada a Marisol, otra a Carmen Sevilla y otra a Peret. Con el título general de 360 grados en torno a...

Como no podía ser de otra manera, lo dirigía Valerio Lazarov; capaz de arrastrar hasta a los artistas más serios al borde del precipicio estético. Y como Peret en ese sentido no parecía tener el más mínimo complejo, se convirtiría en cómplice ideal de sus delirios visuales. Extremados y avanzadísimos, con un aluvión frenético de planos que el ojo humano tardaría décadas en asumir como algo normal.  Si Tarantino viera 360 grados en torno a Peret, igual hasta hacía un remake. O lo copiaba directamente.

Empieza cantando Es preferible reír que llorar ante un pelotón de fusilamiento y se enfunda en casi más disfraces que Mortadelo en su nueva película: cirujano sádico, novio en el altar, portero de cine en que se proyecta una película de Louis de Funès, anciano con barba blanca como la que luciría décadas después, labriego, ricachón, enterrador, futbolista, rajá, caballero medieval, guardia urbano con salacot, director de orquesta, mendigo andrajoso, preso, gaucho, hombre rana, payaso, tuno, cowboy, barrendero pop, soldado, torero, tirolés, trovador, cosaco y hasta hippie a lo película de Martínez Soria. Que por algo estaba filmado en la Eivissa de 1972.

Del éxito al prestigio

Y aún habían más. Como cuando canta La lágrima vestido de cocinero rodeado de guapas pinches que lloran al cortar cebolla. Sí, algo parecido al famoso vídeo que mucho después haría Shakira con Alejandro Sanz, pero en plan chanza. A fin de cuentas, Peret no tenía en ese sentido mucho que perder. Por más que le sonriera el éxito, lo suyo se consideraba una modalidad artística menor. Solo para divertirse. La antítesis del prestigio musical de la época.

Entonces pocos lo consideraban el artista total que siempre fue. De 360 grados en el sentido más literal de la expresión. Y no solo por esas vueltas sobre sí mismo que daba sin soltar la mano del mástil de la guitarra. Cantaba y bailaba piezas escritas por él y convertía en propias también canciones ajenas. Reluciente figura escénica y materia gris del género en que reinó absolutamente.

Lo de Rey de la Rumba llegó a quedarle tan pequeño que hubo una época en que se ofendía ostensiblemente cuando le llamaban así. Se consideraba el creador. Olvidando que ningún estilo lo ha creado una sola persona. Aunque su aportación a la rumba catalana fuese tan grande como la de James Brown al funk. Entertainer, ocasional actor de sí mismo y multicultural avant la lettre: como puede verse, por cierto, en otro programa de Lazarov, donde, en 1976, transforma Belén, Belén junto a Los Zíngaros del Danubio como si estuviese en el Womad.