Tres voces argentinas

La narrativa del país latinoamericano vive una gran efervescencia traducida en nuevos autores como Pablo Ramos, Samanta Schweblin y Matías Néspolo

PABLO RAMOS  El excesivo autor en la sede de la editorial Malpaso.

PABLO RAMOS El excesivo autor en la sede de la editorial Malpaso.

ELENA HEVIA / BARCELONA

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Orientarse en ese universo cambiante y expansivo que es la actual literatura argentina no es sencillo. En los últimos años, y cuando los grandes autores como Ricardo Piglia, César Aira o Sergio Chefej parecen haberse ganado el respeto en el mercado español -por los menos por lo que respecta a los críticos-, una pléyade de escritores argentinos de mediana edad y otros más jóvenes están llegando a nuestras librerías para quedarse. Tres de ellos, de carácter muy distinto, Pablo Ramos, Samanta Schweblin y Matías Néspolo, con recientes novedades, ejemplifican la tendencia.

PABLO RAMOS. El alcohólico redimido por las palabras

Si Pablo Ramos, nacido en el suburbio bonaerense de Avellaneda hace 48 años, fuera ruso, sería fácil decir que su literatura visceral y feroz está emparentada con los borrachos, las prostitutas y esa inquietud entre moral y religiosa que puebla las novelas de Dostoievski. Pero quizá solo se parezca a Roberto Arlt, otro argentino que decía que «entre los ruidos de un edificio social que se desmorona hay que escribir sin adornos, escribir libros que tengan la violencia de un golpe en la mandíbula». Y ahí está Ramos siguiendo las enseñanzas del maestro en una novela escrita con voluntad de propinar un buen puñetazo.

La ley de la ferocidad (Malpaso) es una especie de Carta al padre de Kafka, pero en clave latina con más crujir de huesos y exageración. Es el relato de un hombre llamado Gabriel Reyes que ha logrado prosperar y alejarse de su barrio, casi una Villa Miseria, al que la muerte del padre le hace regresar a sus recuerdos y a un pasado que detesta casi tanto como a su progenitor. Gabriel Reyes es el yo literario de Pablo Ramos, que se desprendió de su apellido italiano y conservó el de su querida madre que le iba a buscar a «los hospitales y a la cárcel». Aquí habría que explicar que Ramos, al igual que Reyes, adoptó la escritura como tabla de salvación. «Hace 10 años bebía dos botellas de whisky al día y la última copa de la noche la dejaba servida, tapada con un papelito, porque por la mañana me temblaba tanto el pulso que no podía hacerlo».

Uno de esos días, según su particular leyenda, leyó una frase de Santa Teresa que le dejó fuera de juego y le puso en marcha: «Las palabras llevan a las acciones, alistan el alma, la ordenan y la mueven hacia la ternura». Así que no tiene el menor pudor en decir que la literatura que leyó y la que escribió le ha salvado, aunque establezca un paralelismo entre la adicción alcohólica y la escritura. «La diferencia es que el alcohólico quiere adormecer algo y el escritor sacarlo a la luz. Escribir esta novela drenó la herida que yo tenía».

La ley de la ferocidad es la segunda entrega, y la mas celebrada en Argentina, de una trilogía que se inició con El origen de la tristeza y se completará en su edición española el año próximo con En cinco minutos, levántate María, en la que vuelve a contar su vida, sin esconder sus miserias, pero esta vez desde el punto de vista de su madre.

Si se le mienta a Bukowski, otro borracho como él redimido por las palabras, salta como un resorte y reconoce con grandes aspavientos su legado: «Soy fanático de su poesía». También alardea de ser un escritor antiguo: «Mis temas son los valores, la moral, me gusta Unamuno, tengo una religiosidad propia». A un periodista se le ocurrió reírse de ella: «Ramos, déjese de bromas. Dios no existe». El autor lo aceptó deportivamente. Pero añadió: «Bien, no existe, pero Roquentin, el protagonista de La nausea de Sartre, tampoco, y le debo mucho más a él que al vecino del al lado que tiene carnet de identidad». Entre tanto sentimiento exacerbado, a Ramos no le falta humor.

SAMANTA SCHWEBLIN. La maternidad como terror primordial

Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) es en lo personal una mujer luminosa y cálida. Y sin embargo su literatura tiene no pocas zonas oscuras. Como muchos de los jóvenes autores argentinos vive en el extranjero. En Berlín, donde cultiva un aislamiento perfecto para una narrativa desasosegante que continuamente trata de sacar con habilidad al lector de su zona de confort. Hasta Distancia de rescate (Random House), Schweblin destacaba como autora de relatos, muchos ellos de terror, siguiendo esa tradición fantástica argentina que tiene a Cortázar, Di Benedetto o Bioy Casares en su podio. «Son los escritores que me enamoraron y con los que me formé leyéndolos. Me gustan más las cosas que son poco factibles que sucedan que las son imposibles. La posibilidad de alguien sentado a nuestra espalda atemoriza más que un monstruo de hace miles de años», dice.

Distancia de rescate hace alusión al espacio físico, pero también simbólico, que debe existir entre una madre y un hijo para que esta lo proteja y lo cuide. «Ese vínculo ya existe, es el cordón umbilical, pero en realidad después de haber sido cortado sigue ahí para que la madre pueda tirar de él cuando tiene miedo». ¿Y quién no tendría miedo cuando uno está en un pueblo perdido de la pampa en el que los herbicidas están provocando la muerte del ganado y deformidades en los niños que nacen allí? ¿Cuando una mujer se da cuenta de que aquel que habla con el rostro de su hijo no es su hijo? ¿Cuando apenas hay seguridades porque el entorno se difumina?

Schweblin, que, ojo al dato, no tiene hijos, ya había dejado filtrar en algunos de sus cuentos el tema de la maternidad concebido como una fuente de desazón. «Bueno, no soy madre, pero hace 37 años que soy hija. La maternidad siempre me ha parecido un gran tema, por las relaciones de poder, de atención constante, de castigo, de amor infinito que conlleva. El otro se vuelve un objeto tierno y vulnerable, expuesto constantemente al peligro. Además, el hecho de que un ser humano surja de otro ser humano es algo digno de un relato fantástico». Consciente de que precisa un lector exigente, precisa: «Estoy convencida de que la literatura puede ser compleja pero no complicada. Un lector no debe esforzarse en comprender lo que quiso decir el autor. Así que cuando me di cuenta de la complejidad de la historia puse mucha atención en la reescritura para comprobar que toda la maquinaria funcionaba, que no generaba confusión».

El hecho es que en el campo argentino hoy se están produciendo realmente muertes masivas de animales y abortos espontáneos a causa de pesticidas sin control. «Eso está pasando. Yo he investigado muchísimo. No es una invención. En Latinoamérica y sobre todo en Argentina, porque es la que tiene menos regulación en este tema».

MATÍAS NÉSPOLO. El insoslayable peso de la dictadura

Se podría decir que Matías Néspolo (Buenos Aires, 1975) se ha hecho mayor. Periodista, promesa en la lista de Granta con su debut, se inició con Siete maneras de matar un gato, novela coral neorrealista de chicos de barrio semimarginales, con un lenguaje lunfardo que ya querría para sí un tango de Discépolo.

Néspolo ha ganado en complejidad en su segunda incursión en la ficción Con el sol en la boca (Los libros del lince) en la que muestra a unos personajes muy distintos. Son jóvenes que están dando sus primeros y conflictivos pasos en la edad adulta. Y se muestran a través de una polifonía de voces gracias a la cual el lector puede perseguir, junto con el protagonista Roberto El Tano Castiglione, el secreto que encierra la trama. Un secreto que tiene que ver con un cuadro perdido de Antonio Berni, uno de los grandes pintores de la vanguardia argentina.

«El Tano no encuentra su lugar, ni en el trabajo, ni en la universidad ni con su grupo de amigos. Cree que huir a Brasil puede ser una salida, una forma de romper con las cosas... Su desasosiego le lleva a hurgar en el pasado de sus padres y ahí encuentra algo que no querría haber encontrado», explica el autor. Vuelve a mostrar Néspolo su buen oído para reproducir el habla informal de sus personajes: «Son chicos con una formación universitaria azarosa y precaria que hablan así en la cancha de fútbol y en la calle. En el fondo no hablan no muy distinto a cómo yo lo hacía en Argentina». La cuestión es que hace 14 años que Néspolo, instalado en Barcelona, no vive en Argentina y que fue aquí donde, siguiendo la vieja tradición del escritor latinoamericano escribiendo de su tierra desde la distancia, elaboró y publicó estas novelas tan porteñas mientras se dedicaba a escribir artículos periodísticos en un castellano neutro. «Eso me hace preguntarme continuamente para quién escribo. Para el lector argentino. Para el español. Lo cierto es que no lo he resuelto».

A Néspolo, la historia de su país le ha puesto contra las cuerdas del pasado casi sin proponérselo. Él forma parte de la generación de los hijos, o de los nietos, de los desaparecidos. «El tema se me fue imponiendo. Yo no quería hacer una novela política. Sencillamente se me fue filtrando, porque es una herida abierta difícil de eludir y también hay una presión social. Y es inevitable que todos los narradores argentinos nos posicionemos. Incluso un autor como Juan Terranova, que dice que los desaparecidos le importan un pito -y está en su derecho- se ha visto obligado a hacer explícita su negativa».